domingo, 5 de octubre de 2014

Alberto Einstein: el punto de vista moral II. Los Ideales Éticos de Tradición Por Alberto Espinosa

Alberto Einstein: el punto de vista moral
  II. Los Ideales Éticos de Tradición
Por Alberto Espinosa



Alberto Einstein: el punto de vista moral
I. Introducción

Por Alberto Espinosa



   A partir de su estadía en los EE.UU., el famoso físico judío-alemán nacionalizado norteamericano Alberto Einstein  (1879-1955), dedicó una parte de sus esfuerzos intelectuales al esclarecimiento conceptual del complejo problema de la moralidad, en una reflexión filosófica perteneciente a la  ética en tanto disciplina de los principios de la acción humana desde el punto de vista de su bondad o maldad. Para el singular físico-matemático la filosofía, como también la música, significó una pasión más en su vida, a la que se dedicó desde su juventud, llegando incluso a considerarse a sí mismo como un filósofo de algunos problemas físicos... y tácitamente como un tímido metafísico. Pero la filosofía en su sentido tradicional, aún no siendo asumida en su cabal sistematicidad, nunca es una tarea meramente regional (una escueta “analítica de conceptos”), sino que complica una visión, por esquemática que sea, de la totalidad. Einstein, en efecto, llevó a cabo esta misión sistemática aneja al concepto de filosofía y, dándole la vuelta al globo, desarrolló una teoría ética esquemática –de profundas implicaciones estéticas, pero también políticas. Su doctrina moral se nutrió de los sabios de todos los tiempos; i.e. de la historia entera de la filosofía, pues su conocimiento filosófico distaba  mucho de ser el del diletante o el del simple aficionado. Cuatro profundas tradiciones filosóficas parecen haber determinado la huella de sus pasos en el camino de la sabiduría moral. 1) En primer sitio la tradición religiosa judía, desde las leyes del Torah y las interpretaciones del Talmud, a su alianza con el cristianismo (la Biblia, especialmente los Salmos de David, algunos de los Profetas, San Pablo, pero también las enseñanzas de San Francisco de Asis); tradición a la que hay que sumarle una veta intelectual o racionalista, marcada por el ideal de la ayuda mutua entre todos los hombres, que va de Benito Spinoza a Carlos Marx. 2) En segundo lugar hay que tomar en cuenta su conocimiento de la filosofía griega: en el mundo presocrático su inclinación por el atomista Demócrito (gran físico y moralista no menor), y posteriormente, en la época post-socrática, su gusto por Platón, al que no deja de hacer repetidos guiños de fina simpatía, y su conocimiento de Aristóteles al que no deja de reconocer su gran inteligencia. 3) En tercer puesto hay que considerar su familiaridad con la tradición de la filosofía idealista alemana, que va de Kant a Scopenhauer y sus enseñanzas budistas. 4) Por último no hay que descontar su conocimiento de la filosofía inglesa, del obispo Berkeley  y el empirismo de David Hume, a su contacto con la filosofía analítica de Bertrand Russell.  Todo este bagaje filosófico sujeto, por supuesto, al temperamento personal y espíritu hondamente crítico y persuasivo de Einstein, a su personalidad irreductible –factor decisivo en la historia de la filosofía toda. En vida de Einstein aparecieron varios libros que constituyen el testimonio de sus luchas como moralista, escritos que van desde la juventud, con sus primeras gestiones pacifistas en Alemania a propósito de la primer gran guerra, hasta la vejez, con sus lúcidos ensayos sobre el control de las armas nucleares y el uso racional de la tecnología y el gobierno mundial. Todos estos escritos marcados por una excepcional congruencia en los ideales defendidos y en el orden de la argumentación.
   Pasemos revista, pues, a las ideas morales y argumentos éticos de ese abuelo filosófico que, en comunicaciones breves y precisas grabó, con líneas firmes y seguras, respuestas a los problemas más urgentes de nuestra época. Tales problemas, como son el fin moral del hombre, los objetivos de la conducta práctica, el valor de la vida, el papel de la religión en la vida del hombre en la actualidad, la libertad, la democracia o el socialismo, constituyen ciertamente el núcleo de la ética contemporánea. En estos tiempos nublados, en los que la historia de la cultura occidental ha continuado con su vertiginoso derrumbe hacia la barranca del primitivismo y la barbarie ilustrada, amenazando con sumir al orbe entero en una larga época de oscurantismo, sin lugar a dudas vale la pena recordar su lúcida posición a favor de la conservación y dignificación de la especie humana.

 II. Los Ideales Éticos de Tradición
   Al igual que Ortega y Gasset, Alberto Einstein  intuyó que la claridad es la cortesía del filósofo. Su estilo como moralista se adaptó siempre a aquella norma del maestro madrileño, según la cual el filósofo debe extremar para sí el rigor metódico en la investigación y persecución de la verdad, pero al expresar sus resultados debe huir de la complacencia cínica del hombre de ciencia que ostenta ante el público, como los Hércules de feria, los abultados bíceps de su tremendo tecnicismo. Por lo contrario, la gloria del crítico alemán estriba en un estilo sobrio y sereno que, sin acudir a la erudición o al argumento de autoridad, tiene siempre la honradez de ver con ojos propios, sin sucumbir el hechizo sugestivo de la moda (esa hermana de la muerte), expresando lo visto y sentido con frases sencillas y epítetos sabiamente aplicados. El discurso moral de Einstein es, en efecto, de esa estirpe: terso como el terciopelo o la caricia, fresco y transparente como el agua bebible, como la fuente pura de donde mana el borbotón natal del río de la vida.
    El método utilizado para alcanzar los fines fundamentales del hombre inmediatamente se topa con la siguiente disyuntiva: partir de los primeros principios o tender a ellos como a un término final y conclusivo, variando por tanto el orden del razonamiento. Como recuerda Aristóteles, ya Platón andaba perplejo respecto a esta antinomía metodológica, inquiriendo si el mejor camino sería partir de los principios o el de concluir en ellos, al modo como si en el estadio los atletas hubieran de correr desde los jueces hasta la meta o desde la meta a los jueces. Para Einstein no hay duda al respecto: los atletas han de correr desde los jueces hasta la meta, guiándose el orden del razonamiento de partir desde los principios a su plena fundamentación (justificación o convalidación).
   La posición del genial compositor de la teoría de la relatividad respecto a las cuestiones morales es absolutamente clara: tratándose de los asuntos de hombres en activo no basta el solo conocimiento de la verdad, sino que éste debe renovarse continuamente mediante esfuerzos incesantes; i.e. las verdades prácticas siempre exigen que se les actualice, circunstancialisandolas y existencialisandolas en personas concretas para vivificar y encarnar su contenido en las situaciones específicas de la experiencia. Escuchemos la analogía einsteniana: “Es como una estatua de mármol que se alza en el desierto y que la arena amenaza con sepultar. Las manos serviciales deben trabajar continuamente para que el mármol siga brillando a la luz del sol. Estas manos mías forman también parte de todas esas manos serviciales.” [1] 


   Para Einstein la moralidad consiste ante todo en un punto de vista dirigido a la totalidad de lo que hay, el cual se especifica en las valoraciones y actitudes morales. El pueblo judío, del que el honorable físico forma parte, encarna y esencialista una de esas actitudes morales: las leyes del Torah y sus interpretaciones en el Talmud tienen como suelo nutricio donde yace su concepto esencial una actitud afirmativa hacia la vida de toda la creación. Así, de acuerdo con esta tradición: “la vida del individuo sólo tiene significado en la medida en que ayuda a hacer más noble y más bella la vida de cada uno de los demás seres vivientes”.[2] Los tres rasgos más sobresalientes de la tradición judía pueden servir para caracterizar esta actitud moral: 1) el sentido de reverencia por todo lo espiritual, derivado del reconocimiento del carácter sagrado y supraindividual de la vida; 2) el sentimiento de alegría embriagadora y de asombro ante la grandeza del mundo, de la que el hombre sólo puede alcanzar una pálida noción, y; 3) la insistencia en la solidaridad con todos los seres vivos y especialmente con los humanos –que encuentra su más fuerte expresión en las demandas del socialismo.[3]
    Einstein acepta plenamente estos principios éticos del judaismo en tanto comunidad  de tradición, aunque se aleja de modo explícito de la religión judía dogmática. Sin embargo no deja de simpatizar con dos de sus productos más notables, dos complejos ideales emanados de su tradición donde radica la esencia de la naturaleza judía: a) en primer lugar el ideal democrático de justicia social, el cual se encuentra en armonía con el ideal de ayuda mutua y de tolerancia entre todos los hombres –y que es el lazo que hermana a las filosofías de Spinoza y Marx;  b) en segundo sitio la veneración por toda forma de vocación intelectual y esfuerzo espiritual, aunado al  aprecio por las disposiciones críticas, ajenas a toda forma de obediencia ciega a toda autoridad humana.[4] Este par de complejos ideales han llegado a elevarse al rango de ideales de vida, desprendiéndose de la tradición judía, pues, lejos de ser inherentes a él, han alcanzado la referencia a toda la cultura occidental y son patrimonio entero de la humanidad.





    Por otro lado, el teórico y expositor de la teoría cuántica consideró que los más elevados principios que gobiernan nuestras aspiraciones y juicios morales nos han sido proporcionados por la tradición religiosa judeocristiana. Sus altos objetivos, fines o metas sólo los podemos alcanzar pobre y parcialmente, pero ello no quita que constituyan el fundamento seguro, el suelo firme de nuestras valoraciones y aspiraciones. Este objetivo moral judeocristiano, exento de su forma o presentación religiosa, es examinado por Einstein en la sustancia de su aspecto puramente humano, expresado por él en esta sencilla fórmula: “desarrollo libre y responsable del individuo, de modo que pueda poner sus fuerzas y cualidades, libre y alegremente, al servicio de todo el género humano.”[5] El espíritu de este ideal no aceptaría, empero, la divinización del género humano como totalidad abstracta, menos aún a una nación o clase, no digamos ya a un individuo –sino que simplemente reconoce que el individuo humano, único ser dotado de alma, tiene como fin superior servir, más que regir, mandar o imponerse de cualquier otro modo. Este ideal expresaría también, según la visón de Einstein, la sustancia de la posición o actitud democrática fundamental. De tal forma, el núcleo de la función de la educación (más allá de la esfera de la enseñanza o el mero adiestramiento) debiera ser formar al joven en tal espíritu, de tal manera que estos principios fundamentales fueran para él como un aire salubre para su respiración.
   Una prescripción, en la que algunos de sus comentaristas han podido ver la huella de San Pablo, es la de no olvidar nunca, aún en medio de los cálculos más complicados y los diagramas más abstrusos, la preocupación por el destino del hombre –deber que atiende a la supremacía radical de los valores humanos frente a toda forma de conocimiento fáctico. La herencia de San Francisco de Asis puede sentirse vivamente en la recomendación de Einstein a llevar una vida tranquila y modesta –como de hecho sucede con la mayoría de los individuos bien dotados a los que la naturaleza prodigó sus dones, quienes centran sus objetivos en la esfera moral e intelectual a la manera de humildes héroes anónimos. Esta actitud implica no solo un decidido rechazo al culto injustificado del individuo, sino también la esperanza en la comprensión de que para llevar una vida feliz y satisfactoria no es necesario poseer grandes riquezas.[6] De la convicción, bravamente defendida, de que es bueno para todos (tanto física como mentalmente) llevar una vida sencilla y modesta, se desprende la idea de que las diferencias de clase son injustificadas y, en último término, basadas en la fuerza. Perseguir la comodidad y la felicidad por sí mismas resulta un flaco objetivo ético, al que Einstein bautizó como el “ideal de la pocilga”, por parecerle sus fines (posesiones, éxito público, lujo) triviales y despreciables –pues el dinero por sí mismo sólo apela al egoísmo e invita irresistiblemente al abuso.[7] Así, una consideración que esta en pie a las puertas de toda enseñanza moral es que si los hombres en cuanto individuos se rinden al llamado de sus instintos elementales (huyendo del dolor y buscando únicamente su propia satisfacción), o emplean su inteligencia desde un  punto de vista individual, es decir egoísta (cediendo a la ilusión de una vida feliz y sin ataduras), el resultado para todos en general tendrá que ser un estado de inseguridad, de miedo y de miseria común.[8] Por ello debe rechazarse enérgicamente la falsa filosofía del éxito, la cual fomenta en el joven el deseo de triunfar a toda costa como objetivo único de la vida. Empero, un triunfador es aquel que recibe mucho de sus semejantes, incomparablemente más de lo que le corresponde por el servicio que les presta. Por el contrario, el valor de un hombre no debe ser medido por lo es capaz de recibir, sino por lo que capaz de dar.[9]
   Otro de los tesoros a los que apela Einstein para conformar su perspectiva moral es el de la tradición filosófica griega, con sus riquísimos ecos y resonancias: el cultivo de los valores fundamentales y últimos del Bien, La Verdad y la Belleza en la humanidad misma –i.e. en la circunstancialidad de su eternidad, y en la eternidad de su circunstancia.[10]



    Por último, hay que registrar el ideal humanitario de Europa, indisolublemente constituido por los ingredientes de: i) la libre expresión de opinión; ii) la libre determinación del individuo; iii) el esfuerzo en la objetividad del pensamiento (exento de interés utilitario), y; iv) el fomento de las diferencias en el campo del espíritu y del gusto. Los triunfos sobresalientes de la sensibilidad e inteligencia europea encarnar, en efecto, los valores más altos de la humanidad. Estas conquistas se basan en el principio de que el deseo de alcanzar la verdad debe anteponerse a todos los demás, lo que faculta la libertad de pensamiento y enseñanza. Tal principio y sólo él permitió a la civilización occidental iniciar su desarrollo en Grecia y celebrar su resurrección en el Renacimiento italiano.[11]
   La perspectiva ética de Einstein tiene como base la solidez de estas tradiciones de la filosofía occidental que, haciendo un recuento, van del judaísmo a la religión judeo-cristiana (de San Pablo a San Francisco), pasando por los ideales supremos de la filosofía griega, hasta desembocar  en el humanismo de Europa basado en la búsqueda de la verdad al margen de los intereses instrumentales de la vida cotidiana y constituido como algo sagrado en el largo proceso de la modernidad –el cual se caracteriza esencialmente por construir a partir de la conciencia y por la defensa de la libertad individual. Hay que tener presente que la tradición, lejos de ser irrelevante para el razonamiento moral, se encuentra para el moralista alemán justo en el centro de su fundamentación, como el ojo de tranquilidad en medio del pavoroso huracán.





[1] Alberto Einstein, “Sobre la educación” (1936), en Out of My Later Years; tr. al español El mundo tal y como yo lo veo, ED. Dante, Mérida, Yucatán, México, 1989, Págs. 85-86. Sus editores póstumos han reunido, en una veintena de volúmenes, su obra científica y como moralista, más la correspondencia y el diario inédito.
[2]Is there a jewish point of view?” en Ideas and Opinions, Laurel, New York, 1978, Pág. 184; citado por Fernando Salmerón en “La filosofía moral de Einstein”, revista Naturaleza, Vol. 10, no. 5, oct. México, 1979, Pág. 305.
[3] Op. cit. Pág. 185; F. Salmerón Pág. 305. De este tercer punto se deriva la conciencia de que, en la aventura de la vida, la vida misma tiene siempre que ser  defendida siempre contra la muerte. Tal convicción religiosa haría, por ejemplo, imposible exigir la pena de muerte como castigo inflingido  a un criminal por cualquier Estado nacional o supranacional.
[4] “Why do they Hate the Jews?”, en Out of my Later Years, pags. 245-249 y en Ideas and Opionions, Págs. 189-196. Ver F. Salmerón, Op. cit., Pág. 306.
[5] “Ciencia y Religión” (1939), en El mundo tal y como yo lo veo, Pág. 61.
[6] “Mis primeras impresiones de Estados Unidos” (1921), Op. cit., Págs. 6-9.
[7] “El mundo tal y como yo lo veo”, Op. cit., Pág. 12.
[8] “La moral y las emociones”, De mi vida y mi pensamiento, ED. Dante, Mérida, Yucatán,  México, 1987. Pág. 14.
[9] “Sobre educación”, Op. cit., Pág. 89. A este respecto hay que recordar la filosofía cristiana de nuestro Antonio Caso (La vida como economía, como desinterés y como caridad), cuyo sistema establece con diamantina claridad como por arriba del hombre económico-biológico-vital (cuyo imperativo es: máximo de provecho por mínimo de esfuerzo), debemos situar al hombre del desinterés moral (cuya actitud se enmarca en la fórmula: a un máximo de esfuerzo un mínimo de recompensa).
[10] “Ciencia y Religión”, Op. cit., Pág. 68.
[11]  “¿Ha sido Europa un éxito?”, Pág. 89, y “Fascismo y ciencia” Pág. 43.