jueves, 26 de junio de 2014

La Revuelta de las Ideologías: Religión o Modernas Herejías Por Alberto Espinosa

IX.- La Revuelta de las Ideologías: Religión o Modernas Herejías
Por Alberto Espinosa


XXIV
   La dialéctica de la modernidad ha resultado un suelo fértil para el crecimiento de las herejías, de los errores, de las locuras cultivadas. Al estar fundada en la religión inmanentista del progreso material, de la novedad y el cambio, que inevitablemente ha llevado, en sus expresiones más radicales y violentas, a las disonancias de lo excéntrico y lo extremoso, abriendo incuso el paso, tan alegremente como estéticamente, a la transgresión de las normas. Su signo, así, es el de la confusión generalizada de los caminos, en una especie de insistencia en el errar y en el error, renovados y revitalizados por el tiempo, sin cesar, bajo la forma de truismos, lugares comunes, supersticiones consensadas o de encubiertas herejías.
   La figura del intelectual se ha vuelto de tal modo en nuestro tiempo mermada, como extemporánea, oculta o sumida bajo la aplastante publicidad y propaganda oficial, debido a su insoslayable tarea crítica de combatir y luchar contra las confusiones y herejías de la actualidad. Porque la verdad, como aquella estatua en el desierto de la que hablaba Albert Einstein, es olvidada rápidamente, cubierta por el viento abrasivo y la arena, por las confusiones y los errores que vienen de todos lados y reaparecen sin cesar, mutando, bajo formas cada vez más novedosas, más atractivas, más fascinantes –estatua que el esfuerzo humano por el saber debe limpiar constantemente, para asegurar la continuidad de la nobleza humana.
   El mayor peligro de la novedad es lo que puede haber en ella de ideología, de espejo deformante de la realidad, que sobre todo enturbia o anula en el hombre el conocimiento de sí, abriendo en cambio las puertas de la frivolidad, de la superficialidad, de la vanidad, de la ligereza, de la burla o del azar, oscureciendo o perturbando la interioridad espiritual del ser humano. Uno de sus efectos más notables es el subjetivismo rampante de nuestra edad, de extremismo sentimental, en el que cada uno juzga por la apariencia, con el rasero de la mediocridad, dentro de las estrechas fronteras que le permiten al hombre moderno sentirse cómodo dentro de sí, dentro de su pequeñez, volviendo aceptos sólo a aquellos que no les dan problemas, sin encanto y sin magia, presos en la red de convenciones del lugar común. Lo cual revela, sin embargo, la incapacidad del hombre moderno de juzgar impersonalmente, con un criterio objetivo, no personal, supraindividual –imposibilidad que a su vez lo imanta inversamente contra la tradición, contra la religión toda.  


   En materia de arte tales criterios impersonales han sido también adulterados: se apuesta, en cambio, al arte por el arte (esteticismo), al arte de la tendencia social (por el precio y la asignificación abstracta), por el valor de lo espontaneo, por el arte nacionalista, por el arte proletario, por el arte campesino, olvidando con ello que cada comunidad tiene sus formas propias de expresión que el artista individual no se puede suplantar: el folklore, el simbolismo popular, las artesanías tradicionales, los mitos y símbolos colectivos. Mientras que el artista se diferencia precisamente por ahondar, por profundizar en su experiencia personal y pulir su actuación individual.
   La religión inmanentista del progreso, del cambio, de la transformación y de la novedad, ha impuesto a escala social la ideología del inmoralismo, maquiavélico, donde no hay culpa, el pecado no existe y todo está permitido, en una especie de deificación del poder por el poder mismo. Incluso el mismo ideal de justicia social ha tenido que pagar el alto precio de socializar al hombre para realizarse, esclavizándolo a cambio en una estructura clientelar, de férula, de partido o de estado. Todo lo cual ha redundado en precipitarse el hombre moderno en las metafísicas inferiores, en el espritualismo cartomarciano, en la bestialidad, en la animalidad, en la embriaguez o en la bajeza, ya sea por ignorancia o por temor. Refugiarse en un absoluto de esencia tóxica, en la incoherencia, en las místicas perfumadas, en las certezas accesibles a todos o en la herejía, ante la amenaza física o moral, para perderse, para obnubilar el insoportable sentimiento de tristeza del individuo afligido, solitario y escindido.


    Movimientos todos ellos de fuga del centro espiritual de la persona, que hallarían la salida de las aguas pútridas o revueltas de la modernidad en movimientos de escucha, de “parada en sitio” y de contemplación, para así poder resistir al sufrimiento y aceptar el dolor y sus profundos misterios, para alcanzar un estado de paz, de serenidad, de quietud –por medio de gestos de atención y movimientos voluntarios del ánimo, como cerrar los ojos, ritmar la respiración, taparse los oídos o llevarse las manos a la cabeza, de meditar o de mirar hacia lo alto. En una palabra, por medio de la ascesis: de dominar los instintos humanos, demasiado humanos, como el impulso sexual o la envidia, desprendiéndose de esas capas inferiores de la animación humana, de oponerse a la naturaleza humana para estar más cerca de lo divino y, sobre todo, para recuperar el sentido de la salud y del bienestar espiritual.
   Repetición de lo mismo en el fondo: del circular drama humano, porque debido a una extraña amnesia, surgido de la humedad y el barro del mundo, el hombre no recuerda, ni reconoce y se olvida del centro de su alma, que es el centro de su ser. La herrumbre del pecado original, las presiones generacionales e históricas de un tiempo en ruinas, extremoso y excéntrico, la mancha de nuestro de origen  y de las propias faltas, que oscurecen el conocimiento de la piedra de que fuimos desprendidos, la altura de la cual hemos caído. La ascesis, así, al devalorar el mundo, la vida más vida y todo lo humano demasiado humano, tiene como función estrecharnos, angustiosamente, contra nosotros mismos, por medio de la aflicción, para así individualizarnos, enfrentarnos con nosotros mismos, con nuestra nada individual, para purificarnos y poder retomar el camino del centro.


XXV
   Las ideologías políticas y las doctrinas de la rebeldía contemporánea, que sirven al poder opresor de un grupo sobre la comunidad, es un cristal deformante de la realidad que se cierra como una pinza sobre el hombre de hoy en día: modificando, por un lado, las notas esenciales que definirían los sectores de la cultura (reduciendo, por ejemplo, la filosofía a una mera analítica de conceptos, sin orden sistemático, dejando por tanto la filosofía de ser lo que es; paralelamente, un arte no representativo, puramente abstracto, que deja de ser arte para convertirse en un objeto, que dice lo que sea, cualquier cosa o una misma cosa: que es muda, que no dice nada); por el otro, llevando a cabo una completa trasmutación de todos los valores, como anunció Nietzsche en su momento.


   La trasmutación de los valores no intenta así la renovación de un valor olvidado (reivindicación), sino que vindica como valor lo que no tiene trascendencia o espiritualidad alguna: el ahora, la inmanencia, regidos por el principio del azar y de la contingencia –pero que sólo valen por estar presentes, por su mera existencia, es decir, por su apariencia, que es lo que el tiempo se lleva al sumergirlo en las aguas amorfas y sin memoria del devenir.  Cosas, por otra parte, reveladoras del desprecio que el hombre moderno siente por las esencias… en razón directa del inmoderado amor por las nudas existencias, concretas, individuales. Nueva divinidad la del progreso moderno, cuyos ídolos de barro son propulsados por el motivo hedónico del erotismo estéril o por el motivo crático de la expansión de la propia voluntad –detrás de cuyas fronteras se ocultan las fuerzas oscuras y centrífugas del materialismo: los apetitos de la carne y del pensamiento, desde el consumismo a la vanidad, pasando por la avaricia, la mentira, la lujuria. Pasiones subjetivas, qué duda cabe, pero a la vez aceptadas de forma convencional por los muchos, masificando al hombre o y haciéndolo mero ser gregario sin verdadera intimidad ni verdadera individualidad (enajenación).
  Las ideologías de dominación, que tan abiertamente invitan al lucro, al consumo, a la dispersión y el entretenimiento, a la idolatría del placer, del poder o del dinero, mantienen así al hombre moderno como hechizado o dormido, impidiéndole ver sus profundas heridas interiores, que aquejan su alma en una serie de fenómenos de desequilibrio, perturbación e insatisfacción –que la vanidad como un rígido escudo esconde, y que la dura voluntad del orgullo expande para petrificar el corazón y enfriarlo, rompiendo de tal forma los lazos de participación, comunicación y hermandad con al prójimo.


XXVI
   La crisis del hombre contemporáneo se ha resuelto como una falla generalizada del mundo en torno –una de cuyas fuentes es la pulverización de los sistemas filosóficos en la analítica de los conceptos aislados, siendo paulatinamente remplazados por ideologías tecnológicas, por doctrinas políticas o por falsos ideales instantaneistas de la fortuna, la novedad, el cambio o el ahora, alterando por tanto profundamente la esencia o naturaleza de la filosofía misma e incluso de la ética, arrojada en la autonomía de su zozobra a los estrechos criterios subjetivos de la propia prudencia individual.
   La falla del mundo en torno fuerza así al pensamiento a volver al principio de la razón: al pensamiento de las esencias, de las formas puras: estables, firmes, inmóviles, eternas –por una necesidad existencial, angustiosa, de seguridad trascendente, a fin de de cuentas religiosa. Necesidad del pensamiento, pues, de volver  al principio de todas las cosas, que son las esencias –singularmente la divina. Necesidad de volver a Dios, de religarse con Dios, que es todo, para poder participar de su existencia y alejarse así de todo errar o error, y para que todos los seres lleguen a ser como son y como han sido. Pensamiento de la eternidad, del ser que es en sí y por sí, prefiriendo sobre las cosas mundanas y pedestres mirar nuevamente hacia lo alto, en una vuelta de amor al Dios del cielo y a las cosas celestiales y trascendentes –pues el hombre es como un árbol invertido, cuyas raíces van de la mente hacia lo alto para volver cargadas de luz hacia él.


   Centro o núcleo de la filosofía es concebir los objetos, en sucesivos grados de abstracción o generalidad, para determinar su lugar en el todo (la realidad absoluta), siendo así posible filosofar sobre cualquier objeto. Incumbencia esencial de la filosofía es pensar el puesto del hombre en el cosmos (tanto específica como individualmente). Pero no solo tomando al todo como una estructura abstracta o todo universal (totum, hollon), sino en sentido de una acción recreadora o en un esfuerzo consciente de reconstrucción, urgente y ab integrum, del ser humano (panurgía, pantología).
   Es cierto que las filosofías son esfuerzos por concebir la realidad en su totalidad; no lo es menos que en el fondo han sido desde sus orígenes esfuerzos de instrumentalizar conceptualmente la religión. Es por ello que los grandes sistemas filosóficos clásicos del pasado han culminado como sistemas metafísicos del universo, que a su vez descansan en la religión de fe trascendente. Porque religión, ética y moralidad tratan en el fondo del mismo objeto, el más importante de todos: la felicidad y salud moral del hombre, ligadas o en relación con Dios.

   Desde el punto de vista metafísico, si algo da razón del hombre, de su naturaleza o esencia, es la inmortalidad de su alma (diferencia específica) y no su animalidad (género próximo) –de la que a su vez sólo puede razón la eternidad Divina. El alma entendida no como la cadena de eventos psicomentales, sino como entidad ontológica, que es el centro de su ser y en cuyo seno o intimidad tiene el hombre su relación con Dios. Así, frente al extremismo y excentricidad a que inducen al hombre moderno las ideologías contemporáneas, que extravían el centro del alma humana, queda como  opción volver al camino del centro, mediante una ética que vuelva su mirada hacia Dios, por la vía natural de la moralidad.


viernes, 6 de junio de 2014

La Revuelta de las Ideologías: el Ídolo Fabril y el Error de Perspectiva Por Alberto Espinosa

VIII.- La Revuelta de las Ideologías: el Ídolo Fabril y el Error de Perspectiva
Por Alberto Espinosa  



XIX
   Uno de los rasgos característicos del hombre contemporáneo es el detrimento de la vida íntima y privada en favor de la vida pública, del tiempo y la historia, en una agregación social que ha desemboca en una especie de barbarie universal. Porque bárbaro, fiera, salvaje, incivilizado, no es tanto el que no razona, sino en que no tiene religión –no el que no razona o el que no actúa coherentemente, sino el que no se representa su actuar, carente de la reflexión íntima, simbólica y moral. O dicho de otro modo: fiera es quien no sabe vivir según los símbolos –ya sea porque no los ve, o porque los símbolos están deformados o han sido pervertidos, resolviéndose ambos cosas en un no entender la Ley –lo que trastorna la naturaleza del hombre, que no es sólo su hacer, sino sobre el sentido, espiritual o no, que por su voluntad imprime a sus actos. Un nuevo tipo de hombre se abre paso así en el horizonte histórico de la modernidad: el hombre unidimensional, hijo a la vez de la técnica y de la fortuna, aplanado por las convenciones de los usos y helado en sus relaciones con los otros y en su mismo hacer, al estar despojado de la meditación sentimental propia de la vida interior.


XX
   El mito de la modernidad, hoy en crisis universal, estriba en la idea de una sociedad que postula como su principio el tiempo y sus cambios. La edad moderna se ha definido así por el tiempo nuevo, por el cambio: su principio no es un Dios, una creación o un destino, sino el tiempo, el progreso lineal, postulándose además como modelo único de civilización. El símbolo de su tiempo, la aceleración y el cambio, la tecnocracia –que ha degradado nuestro estilo de vida y nuestra cultura. Superstición de la modernidad: el desarrollo acelerado, el progreso.
   La fe en la ciencia y la fe en el progreso del hombre moderno tienen como correlato la crítica radical a la religión y a la metafísica tradicional, llevada a cabo por el positivismo y la filosofía materialista. El resultado del desmantelamiento de las creencias metafísicas y religiosas ha sido el vacío espiritual, la indiferencia y la visión helada del prójimo, la ausencia sentimental, el vértigo ante la nada, el horror de la contingencia y la visión del cielo deshabitado: a la vez engaño y autoengaño. La respuesta del hombre moderno has sido ambigua, en un doble movimiento que va de la rebeldía a la abyección y cuya estética narcisista no es sino una forma de la desesperación: desde el amor por los objetos inútiles (culto a la vez de la burguesía, de la industria y el progreso), y hermosos hasta la búsqueda de particularizar la belleza para vivificarla, pasando por el rítmico amor por la analogía, que en su revolución lírica y vuelta a los orígenes disuelve el cristianismo en correncias más bastas y antiguas, o en la exaltación del paganismo grecolatino que al perderse en el cuerpo y la naturaleza a la vez niega y clausura el pasado. Falsa recuperación de la inocencia, para ser como antes del bautismo, naturalismo cínico que lleva a una libertad autocomplaciente, que termina en el estallido de la antigua rebelión: non serviam… o en sacerdocios que son sacrilegios.
    Las ideologías, esos vidrios deformantes, nacidos con las filosofías modernas, han puesto entonces en el centro de la visión del mundo moderna lo transitorio, lo particular, lo único, lo extraño, lo bizarro, lo irónico –formas y signos todos ellos que aluden a la muerte. Modernidad que se escinde a cada paso de sí misma, en su antitradicionalismo y anticristianismo, en su amor por el ahora, para encubrir, bajo el mando de la moda y del cosmopolitismo, lo que no ha dejado de ser desde su fondo último: el mismo choque contra el límite, excéntrico, extremista y exasperado, de la rebelión antigua. También la desviación originaria del impuso de la obediencia y de la adoración a Dios por la necesidad narcisista de ser adorado. Su resultado: la fragmentación de la conciencia y la tragicomedia por el pecado de la caída: de saberse contingente en un mundo contingente.
   Negación irónica también, esa especie de pasmo, de paso por la muerte, de suspensión del juicio que ni niega ni afirma, y que al desvalorizar el objeto poniendo lo inferior como superior no intenta una inversión de los valores sino una liberación moral que subraya el carácter irrisorio de la realidad, dando por fruto un tiempo hueco con un vientre de coco. Humor amarillo, verde, morado, negro de la ironía, en que se expresa la rebeldía individualista como cinismo y a la vez como visión personal y herética del mundo y que, en su saberse mortal y no tomarse nada en serio, destruye a la vez al mundo y a quien lo usa, convirtiendo la conciencia de Dios en una especie de fantasma que disuelve su eternidad en el ahora sujeto a las presiones históricas y generacionales de las que habla Kierkegaard.


XXI
   Lo más característico así de las ideologías estriba en ser derivadas de la crítica moderna al cristianismo, que al mesclar y hacer descender la filosofía al tiempo, la existencia y la política, terminan por encarnar en revoluciones o vanguardias, deificando la razón de la historia, la razón histórica, el relativismo moral y el el ídolo del progreso. Así, se crea un complejo sistema de sustituciones que reemplazan a la tradición: no el valor el hombre nuevo del que habla el Evangelio, sino el culto a la novedad por la novedad y por el ahora, labrando de tal forma la religión de la inmanencia, que da la espalda al ser Supremo y se desliga de la religión, acuñando una muy cuestionable filosofía del éxito que causa un estado de hartazgo en los satisfechos y de miseria común. También de ansia destructiva del pasado, de pérdida de toda intimidad y de los sueños y deseos profundos, en una especie de cosificación de las personas y de las relaciones humanas que desemboca en la enajenación del hombre mismo, determinado en su acción más que nada por sus tendencias e impulsos egoístas primarios, dentro del marco de un concepto lábil de la libertad, que ni obliga a la persona ni la hace responsable, en una clara retrogradación del ser humano hacia la animalidad. También rebeldía juvenil de la mujer, que aúna a la fragilidad de la mariposa la esfinge alada y con garras para desplegar la energía del deseo en un acto intrascendente e instantáneo.
   Pensamiento ideológico, pues, que en el plano político establece una complicidad del rebelde con el déspota, volviéndolo un parásito prisionero de las reglas del poder en una especie de homenaje paradójico, que no puede abrazar a los otros al estar sus reclamos fundados en la particularidad y que for fuerza tiene que inventarse un enemigo, para terminar peleando con su propia sombra. También un monopolio del poder por partido en una especie de fe religión de estado totalitaria, de asociación cerrada conde se culto a la figura del líder, en medio de la fatiga de las variaciones apologéticas de una jaula de abstracciones vacías donde se confunde el civismo con el catecismo, en un empeño de construir la ciudad futura, puramente terrenal, de acuerdo a la lógica del poder y de la historia –ajena a una doctrina de salvación y enmienda moral y por lo tanto lejos de una liberación universal del hombre.


XXII
   Las ideologías no son ni un saber, ni una filosofía, ni un pensamiento crítico, sino un conjunto de creencias más o menos difusas que cubren la realidad social con un velo de conceptos nuevos, aliadas a la metafísica del déspota y la dialéctica de la historia obsesionada por la idea de la planificación. Su resultado es la reducción del hombre a los mecanismos de la sexualidad o las estructuras de la sociedad y el estado. Su objetivo: la fundación de un sistema político ateo, moderno y policiaco a escala mundial o totalitario (Orwel, Huxley), que rinde culto a la máquina y a la industrialización, planificando la producción y distribución de bienes, erigiendo a césares megalómanos en los estados satélites y vasallos poseídos por el demonio de la abstracción. Sociedades poderosas producidas por el mundo industrial, pero sin revelación ni participación en el misterio.  
   La inconformidad de los satisfechos contra la felicidad enlatada, uniformada, manufacturada, es también una protesta contra el orden abstracto impuesto por la industria y la tecnocracia moderna –pero que estalla en la fuga del acto aislado y la de la trasgresión instantánea. La tecnocracia: lugar de unión de la abundancia comunista y capitalista, cuyo astro fijo es la acumulación del capital y la creación de un aparato administrativo determinado por los procedimientos burocráticos, que luchan por la hegemonía política y cultural a escala planetaria. Porque la fe en el progreso es una fe material, no un ideal de perfeccionamiento moral, sino del proceso colectivo tecnológico e industrial, cuyo pago es el consumo, que da lugar a las sociedades del hartazgo –y a la inseguridad psíquica, al escepticismo y a la falta de confianza en los valores y en la misma razón. Fe no en el valor, sino en el poder, en la historia… y caída en el río del tiempo, cuya rueda gira cada vez más rápida, más aceleradamente, y desemboca en el luzbélico río de los cuerpos. Rebelión equívoca que termina por abrazar el instante, hundimiento en la luz negra, en las sombras de la particularidad y  de la belleza  y el placer bizarro, donde se degeneran los símbolos, triunfa la máscara o se contamina la voluntad. Ruptura de la presa de los valores tradicionales, pues, que abre las compuertas al principio de contingencia y al retorno del apeirón de lo indeterminado, de lo indefinido, de lo contradictorio o delo meramente existenciforme –y al mito del eterno retorno de lo mismo, del tiempo circular, o a las formas arcaicas de la religión del temor y del miedo. Porque al rehuir la búsqueda del hombre nuevo a favor de un tiempo inédito hecho con los materiales del cambio del extremismo y excentricidad, no se va hacia adelante, sino hacia atrás, precipitando al hombre en retroceso hacia la idolatría de las místicas inferiores –en uno de cuyos sofisticados registros acuña la mitología científica una vieja idea puesta en circulación por Epicuro: que el mundo fue creado por azar, que los innumerables mundos se formarían por los fortuitos movimientos de los átomos.

XXIII
   Las ideologías por definición no son filosofías, estando por su constitución impedidas de llegar a una perfecta conciencia de sí, es decir, que son inconscientes –que es una de las razones de ser de su arrojarse finalmente a la inmanencia. Su modelo de razón, la razón histórica, esencialmente atea, no ama el saber: busca el poder. Así, en la ideología puede verse una especie de velo oscurecedor y deformante que otorga valor a lo que no lo tiene para engrandecerse con una grandeza que no es suya, ya sea poniendo el heroísmo al alcance de cualquiera, ya haciende de cualquiera un artista de genio. La peligrosa tendencia de volver a las filosofías ideologías sociales estriba así en minar lo social en su raíz misma al deformar principios o trasmutar valores que determinan nuestra conducta, es decir, afectando juicios de valor fundamentales.
   La barbarie moderna es así consecuencia del ideal progreso y su ídolo fabril, cuya tentativa ha sido en mucho la de borrar las huellas del pecado, de la mancha original, postulándose de hecho como un anticristianismo que mediante las ideologías sociales ha intentado de hecho modificar la esencia o la naturaleza humana. Así, cuando el ideal de la utopía desaparece queda sólo  su cuerpo, presente y sin espíritu: por un lado, el hundirse en el barro del mundo, persiguiendo el erotismo o la concupiscencia vagamente como un ideal, bajo el aspecto fascínate de una virtud, cuyo slogan publicitario sería el de “todo está permitido” o “no hay culpa, el pecado no existe”; por el otro, la construcción de la ciudad terrena que pretende reinar con despotismo imponiendo insoportable yugo a las demás naciones por su insaciable apetito de dominar.
   Para San Agustín la ciudad terrena no es sino una imagen no tanto de la historia, sino superpuesta a la historia, a la vez entreverada y contrapuesta a la ciudad de Dios, que igual es buscada por Israel que por la Iglesia y que encarnará en la Jerusalén celestial como la ciudad de los santos y de la buenaventura eterna para los predestinados. La primera es la ciudad de los soberbios, corroída por la rebelión originaria: por la concupiscencia y el predominio de las pasiones, que se traduce como debilitamiento de la voluntad, asociado a la enajenación y a la perturbación, causadas por el orgullo y la desobediencia (el dogma del pecado original). Ciudad marcada con los estigmas del amor a sí mismos, por el fratricidio de los cainitas y por la rebelión de la carne -y que con el tiempo conocerá el gran dolor moral y físico como castigo a sus faltas (la Gran Babilonia del Apocalipsis).
   Imagen de las dos ciudades de los hombres, pues, que refleja el drama cósmico de las dos ciudades ultraterrenas: el conflicto celeste entre la ciudad de los ángeles, obedientes a Dios, y la ciudad de los malvados, formada a partir de la rebelión de los ángeles soberbios. Mito que sirve al cristianismo para dar orientación al libre albedrío, indicando el camino de la liberación del mal y de la infelicidad por la vía de la reforma de la vida moral. Así, la causa de la bienaventuranza de los ángeles buenos se cifra en la obediencia y contemplación del Ser Supremo. Por lo contrario, la causa del dolor y la miseria de los ángeles malos se cifra en el vicio de la soberbia, pues mirándose a sí mismos le volvieron la espalda a Dios y se dijeron unos a otros al clamor de su líder “non servíam” (“no seremos siervos”).
   Protón psuedos, primer error o falso principio que indica el primer vicio de la naturaleza angélica y razón de la caída, viniendo así a ser así menos de lo que eran y por tanto eternamente infelices, radicando en su voluntad la causa eficiente de su mala obra. Error o perversión del deseo, pues, consistente en apetecer perversa y desordenadamente una cosa inferior, o un gozo ilícito, y por dejarse persuadir, por rendirse o consentir a la sugestión de mancillar la castidad, por  la oculta y peligrosa tentación de la nada –perversión del deseo oriundo de la soberbia, pues, que da lugar a los sentimientos oscuros de la envidia y del odio, que mancillan la vida. Causa más bien deficiente que eficiente de donde nace la mala voluntad y la mala fe, que es la defección y deficiencia de dejar la unión con el que es Sumo por dejarse persuadir del que es menos, que es como querer ver las tinieblas u oír el silencio. Defecto del alma, pues, que no son necesarios sino voluntarios, pues si no se quisiera no se hicieran.  
   Vicio o malicia del alma, apartarse de Dios, de la naturaleza buena, que a su vez daña a la naturaleza caída, pues se priva de la luz de la verdad, quedando por la soberbia en la tormentosa tiniebla. Enemigos de Dios, pues, que contradicen y resisten a sus mandatos con sus vicios –dañándose ellos mismos, pues en su voluntad de resistirle estragan en ellos lo bueno que tiene la naturaleza. Pues a lo que es (usia) se le opone o le es contrario, pero no una esencia contraria, sino más bien lo que no es, siendo así que el vicio es malo, contrario tanto a Dios como a la naturaleza, por hacer daño: despojando a la naturaleza de su integridad, desposeyéndola de salud, hermosura y virtud.
   Porque el vicio de la soberbia consiste precisamente en el alma que ama perversamente su potestad, vilipendiando la voluntad más justa del que es más poderoso, dejando con ello el paso franco a los vicios que le siguen: a la avaricia, que ama perversamente el oro dejando la justicia a un lado; a la lujuria del alma, que ama apasionadamente los deleites corporales, alejándose la templanza con que acomodamos al alma a objetos espirituales, más hermosos y suaves, y; a la jactancia, como ese amor egoísta de los hombres que desprecia el testimonio de la propia conciencia.
    Así, el nombre del mal es lo mismo la muerte que la noche, pues los ángeles rebeldes están privados de la luz de la verdad, quedándose en su tenebrosa soberbia, desviados de la luz de la justicia, como espíritus inmundos, por su propia culpa y malicia de su voluntad, por su inmoderación e inoportunidad. Y así el demonio al no estar sujeto al Creador, complaciéndose en la soberbia de su alta potestad como si fuese propia, tampoco pudo prevalecer en el cielo. Al igual que los demonios, que con altivez y soberbia quisieron fingir lo que no es, volviéndose engañadores y engañados para tener cuerpos terrenos, lo peor que puede haber, al ser a la vez lo más inferior y lo más grave.
   Por lo contrario, los espíritus de los bienaventurados procuran estar en la luz, llenando su vacío al actuar a diestra y siniestra con buena fe y armados de justicia, luchando contra la ignorancia y la injusticia, cumpliendo con los saludables mandamientos, caminado seguros para alcanzar la gloria del Señor y su inmutable bien.