miércoles, 30 de abril de 2014

viernes, 25 de abril de 2014

La Revuelta de las Ideologías: Enajenación e Ideología Por Alberto Espinosa

III.- La Revuelta de las Ideologías: Enajenación e Ideología
(Tercera Parte)

“No saben por donde es camina a la paz;
tortuosos son sus caminos;
van por sederos extraviados,
y quienquiera que va por ahí
no encuentra la paz.”
Isaías 59. 8
  

  
VI
    Carácter dominante de la edad contemporánea y nuestra es el estar la vida de los seres humanos dominada por el alma inferior, determinada por sus impulsos, instintos y tendencias, ajena y sin poder participar, sin poder propiamente entrar, en la vida del espíritu -a la que incluso se le desdeña en alardes de lumpen-proletario, celebrados tanto por el vulgo como la institución. Estado que revela mejor que nada el peligro del ser humano, que es dejar de ser, en el cultivo de los oficios y las humanidades, de dejar de ser un “ser que hacerse” en el desarrollo y refinamiento de su esencia, para convertirse, ayuno de tradición, en animal de “ser dado”, en mona de seda o en orangután parlante. Ser abierto a la posibilidad, el hombre, al ir en su marcha histórica hacia un extremo de las posibilidades del ser que lo constituye, el de la rebeldía y la excentricidad de la libertad descendente, ha probado el amargo fruto de la escisión de su ser, contaminado de nihilismo, de sórdido vacío y de abrazada muerte. A todo ello hay que sumar el agudo fenómeno, tanto por su intención como por su extensión, de la enajenación –que es el dato más sobresaliente tocado por la filosofía de nuestra edad, llámese igual anarquía de la voluntad que neurosis o endiablamiento.     
   Uno de los rasgos sobresalientes de ese síndrome, de ese síntoma de nuestra altura histórica, es la ciega pasión por lo indefinido, por lo indeterminado (apeirón), relacionada con una actitud nominalista, donde el signo flota suelto y sin participación para ser usado de manera caprichosa, en una especie de parálisis de los signos en rotación y de las significaciones, que giran solos en ausencia del mundo, y que convencionalmente validan el no comprometerse, el no ser responsable, donde se clausura la acción concreta, en un desear condicionado por los subjuntivos que se resuelve en un mero “desearía” de brazos caídos, en un mero poder hacer –pero que no se hace-, que frecuentemente toma la forma de un muy adelgazado esteticismo a-práctico.
 Para ver en qué momento la gravedad del espíritu es sustituida por la ligereza de la vanidad, de la frivolidad, del capricho o de la conveniencia personal -incohantes de la exclusión, el resentimiento o el odio-, el pensamiento actual se ha servido a grandes cucharadas de la voz “ideología”; concepto empleado como herramienta útil para dar cuenta tanto de un fondo nativo de vagas creencias que determinan las actitudes prácticas de la persona, como del fenómeno sólito y tan actual de la enajenación. Es a partir de ese segundo concepto de ideología, que va de la mano del concepto de enajenación, que se ha desarrollado lo que puede llamarse la “razón daemetérica”: consistente en el dar razón de lo irracional que hay en el hombre, no tanto por razones de la razón pura, sino por el análisis de los motivos subyacentes de la voluntad –enmarcados en una especie de “neurosis” social e históricamente condicionada, descrita por Kierkegaard como una doble presión, histórica y generacional, causada por la acumulación de la pecaminosidad, es decir, por el peso y el pesar del tiempo, que vende al hombre por la fatiga misma de los años, y cuyos efectos no serían otros que los de una especie de enfermedad del espíritu, propia de las edades de decadencia moral, consistente en la pérdida ya psico-somática, ya pneumática, de la libertad. Características todas ellas que han llevado en nuestro tiempo a la elección masiva de pobres filosofías, de baja estofa, proletarizantes del espíritu, positivistas, materialistas, pues dependiendo del hombre que se es, la filosofía que se elige -poniendo de manifiesto por su lado más negativo que las filosofías, a fin de cuentas, no se eligen o dejan de elegir sino por motivos irracionales de la voluntad.
   Mundo, pues, de rebeldes aplaudidos, donde se solicita la excepción de la norma y se aplaude la disidencia, que ha desembocado en un universal “non serviam” guiado por el imperativo “original” de no ser como los demás, pero ha terminado a fin de cuentas por establecer un redil compuesto todo él de ovejas negras.




VII
   Lo que mejor caracteriza entonces a tales ideologías es, en principio, no ser del todo conscientes de si, con lo que bien a bien no pueden ser del todo filosofías; en segundo lugar, su tendencia a repetir ciertos filosofemas, agnósticos, descreídos del espíritu, muy particularmente existencialistas, potenciando con ello un exacerbado subjetivismo de la posibilidad y también de la desesperación, de la angustia, de la inquietud ontológica del ser humano inmerso ya en las redes meontológicas del anhelo egoísta de una “vida más vida” o del “ser para la muerte”.
  Así, ante la ideología, no queda sin buscar su razón de ser, su “razón demetérica”, que lleva a la enajenación, a la ausencia de ser, a la insensata cerrazón, a la escisión de si, de la comunidad y del universo. Tal razón no puede entonces sino buscarse en la misma causa que produce el mal: en renegar de Dios, en alejarse de sus caminos y ser infieles, siendo por tanto entregados a sus pasiones más bajas, en una clara retrogradación del home haca la animalidad, que lo despoja de vida íntima, dejándolo vacío y si verdadera intimidad alguna.  Hombres insensatos, pues, que se burlan y sacan la lengua a los valores, que confían en naderías dándole el pomposo nombre de “futuro”, destilando sus labios falsedad y su boa perfidia; falsificando la palabra, que entonces deja de ser puente para convertirse  pozo, en trampa, en jaula inversa que intenta encontrar siempre en falta al hombre.
   Ideología ella misma rebelde, pues, que hace concebir palabras de mentiras y ennegrecen los corazones, que falsifican la palabra trufándola de vulgaridad soez o conspiración bellaca, agresión y guerra –infectando las leguas oprimidas de quejidos de oso o de gemidos de pichones. Su “razón demetérica”, así, no puede ser otra que la del pecado; pues sus fechorías los acusan en la misma medida en que ellos son conscientes y saben de sus culpas e iniquidades insensatas, carentes de valor, despojando a los otros de la aplicación del derecho, o neutrales ante la injusticia e indiferentes todos a la acción sensata.
   Rechazo, pues, no sólo al racionalismo tradicional por desafección a la razón, al logos salvador y a las esencias, que se pone del lado de las filosofías irracionales, vitalistas o nihilistas, para quedar prendados del devenir de tiempo, del viejo padre Cronos, que en la dialéctica de su devenir todo lo devora, hasta quedar presos de las utopías cronológicas y sus inmanentes promesas incumplibles de un paraíso puramente terrenal, confinadamente egoísta y mezquinamente hedónico, donde incuso el “heroísmo” queda achaparrado al tamaño de cualquiera.
   Dos ídolos pueblan entonces el corazón de apostasía: por un lado, no la idealidad, sino la idolatría del ego, resuelto en voraz narcisismo que reclama todo para sí; forma particularmente aguda de solipsismo y del confinamiento, presa en las redes del espejo abstracto del propio pensamiento que, a su vez, deriva en un nuevo y trmible gregarismo (noscentrimo), de sociedades trabadas por la oscura red de complicidades y beneficios materiales mutuos (componendas). Por el otro, la idolatría por el tiempo que pasa, que va del efímero instante y el ahora a la historia; no la voluntad contemplativa de lo eterno derramada como la gota de agua en la diminuta cascada de la fuente o en el tobogán de la hoja que la amaca, sino el tiempo sometido, súbdito del capricho o de la particular voluntad hedonista; sobre todo, adoración al tiempo histórico, donde la misma historia de la razón se convierte en la razón de la historia –en una muy contradictoria “razón histórica”, pues, guiada por la ciega voluntad de poderío, de hegemonía y expansión totalitaria,  y cuyo único método tartamudo es el de la negación, el de la dialéctica, en el despliegue de sus inacabables hibridismos e interminables mutaciones de punta.
  Dialéctica del rebelde, pues, que no puede hacer de la ideología una filosofía o un pensamiento reflexivo y plenamente creativo, al carecer de conciencia, reduciéndose a repetir un pequeño corpus de filosofemas, a manera de consignas mecánicas, adoctrinadoras, como hace el activista social de nulificada voz proyectando sus sobadas rimas mendicantes y la vez pagadas de sì mismas mediante el embudo del aparato altoparlante.
  Dialéctica del devenir, en efecto, que transforma la protesta del rebelde en premiado conformismo convencional; rebelde vuelto revuelto, volteado que no va de vuelta, sinop que va ya con la corriente rasurado de uñas y despojado de dientes, prendido como un tierno mamón a las hinchadas ubres presupuestales: engullido, asimilado, amaestrado, neutralizado. Porque el rebelde entonces, al no aceptar su culpa, no puede reconocer por la autocrítica al enemigo interno que lo sojuzga y esclaviza, impotente  por tanto para someter a su propio animal o a su demonio –por lo que mejor se inventa n enemigo, fuer de sí, una ficción abstracta contra la cual fingir el combate: una nación, una era histórica, una clase social a la que acusar, volviéndose entonces adversario, negando también con ello la fraternidad a los hermanos. Momento de enajenación ya destructiva consistente en la posibilidad de volverse el enemigo.
   El nuevo dios: el paganismo personalista de la propia existencia –en la que cada rebelde, en la que cada demonio dice al otro: “non serviam” (no seré siervo) Su única verdad: lo que es de hecho… pero sin razón de ser. Orbe de la tóxica desesperación íntima, de la despersonalización gregaria también, donde de hecho lo que se vive es la angustiosa separación de Dios y de todo lo sagrado, donde en la intermitente distracción o en la tozuda negligencia se sufre su abandono.



VIII
   Falsa virtud,  pues, consistente en descreer de lo sobrenatural, de resistir a su “tentación”, de perder el temor de Dios, que no puede llevar sino a una infausta semejanza, a una metàfora, de la que se deriva una simbólica invertida: el vivir "como si" Dios no existiera -lo que conlleva la perversión del deseo y la adulteración del lenguaje, al separarse de la conciencia y de la luz (que es Dios), por la mancha de la culpa y la herrumbre del pecado. Porque, como recuerda Octavio Paz, el hombre no puede renunciar a lo sobrenatural, ni mucho menos a la metafísica, habrá que agregar, so pena de desbarrancarse en una “mística inferior”. Del mismo modo que sucede en a iconoclastía, como en el apóstata, que no puede sino sustituir unas imágenes por otras, que vuelven siempre, por más que sean las de los dioses paganos, sujetos a los terribles estragos del tiempo, alcanzado las formas más lamentables y degradadas de la corrupción; de la misma forma, decía, el descreído no puede, en sus frustradas intentonas, sino sustituir lo sobrenatural con sucedáneos ideológicos, ya sean políticos o pseudo-filosóficos –que es lo peor que nos puede pasar,  pues entraña un tan complejo como irresuelto sistema de superposiciones y de desplazamientos, donde se reemplaza la esperanza trascendente por la imagen de un paraíso terrestre, puramente inmanente y sin trascendencia alguna, donde insensiblemente el rebelde pasa a tomar la posición de la autoridad, pero sin haber sido él mismo antes redimido. Todo lo cual más bien delata el “hoyo en la conciencia” del que habla el clarividente poeta mexicano, un hueco, que luego se ha pretendido llenar con toda clase de sueños, de ilusiones vanas del deseo y de tornasoladas quimeras, trufadas de traiciones, de olvidos, de hechicerías, herejías, falsificaciones y adulterios, que no pueden hacer otra cosa que convocar abiertamente al caos.
  Porque no son entonces los justos, los piadosos, los hombres de bien los que ocupan la palestra, sino los hijos de rebelión: uno, montado en su criminal codicia; el otro exhibiendo la crápula de sus andanzas, como exhibe el bastardo el gargajo en la solapa -guiados todos por su capricho, medrando todos en sus propia ventaja, desechando con burla seguir el camino recto: el pastor convertido en perro mudo, voraz e insaciable, incapaz de hallar satisfacción o de llenase; videntes ciegos, guardianes dormidos o vigías egoístas usados, un poco más allá, por el malvado tumultuoso, que arroja a su camino cieno y limo, enfangado en sus placeres impuros y poniendo tropezadero a los hijo de la luz.

   Mundo de la rebeldía, pues, agasajada, institucionalizada, premiada, pero que hace vivir la experiencia del estigma del hombre moderno: caer en el golfo de lo indefinido, de lo indeterminado, de lo no esencial, del azar y de la contingencia, fácilmente saciado en su vanidad por los hechos nudos, inmanentes, o bailando sobre la delgada película de lo mensurable o sobre el vacío –fanático de su propio ser corroído por la nada, con indisimulable sed de no dejar de ser y la vez con hambre insaciable al no querer dejar que los otros sean. Mundo del rebelde, pues, debatido entre las dos posibilidades últimas que constituyen el fondo nativo y mismo de lo humano: entregar el alma  Dios …o vendérsela al diablo.      







martes, 8 de abril de 2014

Semblanza de Octavio Paz Por Alberto Espinosa

Semblanza de Octavio Paz
Por Alberto Espinosa




I
   El 31 de marzo de 1914, menos de 100 días antes de la Toma de Z acatecas por las fuerzas de Francisco Villa, nacía en el barrio de Mixcoac en la Ciudad de México el poeta, ensayista, crítico y pensador Octavio Paz Lozano. Educado en sus primeros años por el viejo editor Irineo Paz (1836-1924), intelectual liberal y novelista, por su madre, Josefina Lozano, y su tía Amalia Paz Solórzano, quien le enseñó a ver con los ojos cerrados. El niño, a la vez melancólico y terreible, que paseaba lo miso por la biblioteca de su abuelo que por las iglesias y los parques de su barrio, estaba destinado a ser un hombre excepcional. Su padre, Octavio Paz Solórzano (1883-1936), fue abogado y escribano de Emiliano Zapata; estuvo involucrado en la reforma agraria, fue diputado y colaboró activamente en el movimiento vasconcelista y escribió una Historia de la revolución del Sur: se ató al potro del alcohol y por un accidente una máquina lo arrolló, un día terrible tuvieron que ir por su cuerpo, ya muerto, para recoger entre las vías sus pedazos.
    La figura del poeta, más bien robusta, no hablaba de los lejanos godos; había en su porte algo del general que dirige, ya a lo lejos ya en la presencia viva, los ejércitos, aunque no dirigió a hombres de armas, sino a los jóvenes y al pensamiento; sus ojos azules supieron mirar a la distancia, siendo su visión a la vez la de lo alto y de lo profundo, como son el mar y el cielo, pues era su carácter como son el mar cambiante y el cielo majestuoso y tornasolado: igual la calma chicha que las horas de la tarde sin premura, o la tromba y el incendio nocturno y zigzagueante estruendo postergado del relámpago.
   Estudia la carrera de leyes en la facultad de derecho de la UNAM y los 23 años publica Raíz del Hombre, libro de poemas en el que con asombrosa maestría logra sintetizar las voces de la tradición con las de la poesía moderna de Rubén Darío, Ramón López Velarde, Carlos Pellicer, Xavier Villaurrutia y Pablo Neruda. Sus libros de poesía fueron así sucediéndose así sin interrupción hasta  final de su vida: Luna silvestre (1933) Bajo tu clara sombra (1937); Raíz del Hombre (1938); Entre a piedra y la flor (1941); un libro esencia, Libertad Bajo Palaba (1949); ¿Águila o Sol? (1951); Semillas para un himno (1954); Piedra de Sol (1957); el bello volumen La Estación Violenta( 1947-1953) (1958); Salamandra (1961); Ladera Este; Blanco (1969); El Mono Gramático (1968); Topoemas; Renga; Discos Visuales; Pasado en claro (1975); Vuelta (1976); Poemas (1976) y; Árbol adentro (1985).




II
En 1950, a los 36 años de edad, publica su deslumbrante ensayo El Laberinto de la Soledad, donde con una prosa refinada y majestuosa logra condensar las principales aportaciones del gran movimiento cultural de ese tiempo: “La Filosofía de lo Mexicano”, cuyas semillas estaban ya en Alfonso Reyes, en José Vasconcelos y en Samuel Ramos (El Perfil del Hombre y la Cultura en México), que florecieron con José Gaos (Filosofía Mexicana de Nuestros Días; En Torno a la Filosofía de lo Mexicano), y que fueron abonadas por el malogrado grupo Hiperión (Leopoldo Zea, Emilio Uranga, Joaquín Sánchez Mac Gregor, Luis Villoro, José Reyes Nevares, Ricardo Guerra, Jorge Portilla y Fausto Vega, sin olvidar a Jorge Portilla y su deslumbrante ensayo La Fenomenología del relajo; así como el interesan relato periodístico novelado Los Existencialistas Mexicanos de Fernando Días Ruanova), pero también por la psicología del mexicano que se desarrollaba por aquel entonces. Posteriormente publica Posdata (1970) y Vuelta al Laberinto de la Soledad (1979).
   Escribe su ensayo “Poesía de Soledad y Poesía de Comunión” en 1942 y luego de viajar a Estados Unidos  a París en 1944 con una beca Ggenheim, entra a trabajar al servicio diplomático, a los 31 años de edad, y es enviado de vuelta a París, donde traba relaciones con los surrealistas franceses y españoles y  una profunda amistad con el artista e intelectual Albert Camus.   Vive en la Ciudad de México de 1953ª 1959y e éste último año se divorcia de su primera esposa, Helena Garro (1920-1998), con quien tuvo una hija, Helena Garra Paz (1939-2014). Viaja por País, la India y Japón entre 1960 y 1962, año en que es nombrado Embajador de México en la India, puesto al que renunció como protesta en el sangriento octubre de 1968 –experiencia que le sirvió para escribir un libro: Vislumbres de la India (1995). Contrajo nuevas nupcias con Marie Joe Tramini en 1964, con quien lo acompañó como embajador  en la India y luego por 16 años en un extrañísimo departamento,  fragmentado en desniveles, situado en la calle de Guadalquivir #106 –edificio construido por Mario Pani, muy cerca de Avenida Reforma, a dos cuadras del monumento al Ángel de la Independencia.
   En el año de 1955 funda con el pintor Juan Soriano un grupo de teatro experimental: “Poesía en Voz Alta”; en 1966 publica la importante antología Poesía en Movimiento (1915-1966), donde si bien excluye a Jorge Cuenta e incluye a Jaime Labastida junto con otros dudosos literatos hoy perfectamente periclitados, pronto se convierte el florilegio en un punto de referencia para los poetas de siguiente generación. Publica una importante antología bilingüe de poesía universal con traducciones propias: Versiones y Diversiones (1974). Luego de una importante trayectoria como animador de revistas literarias (Barandal; El Hijo Pródigo; Taller (1938); Cuadernos del Valle de México; El Corno Emplumado;  Revista Mexicana de Literatura; Diálogos, etc.), en 1971 funda la revista Plural, que muere intempestivamente en 1976 cuando fue usurpada y tomada bajo control, en una segunda época marcada por el populismo, dominada por  la rancia izquierda autoritaria, por  la distorsión de la jerarquías por la verde envida y  por el caos; el poeta reconfigura entonces al grupo y junto con Tomás Segovia, Alejandro Rossi y Juan García Ponce entre otros, funda en ese mismo año la revista Vuelta, que vivió 22 años, de diciembre de 1976 hasta extinguirse en agosto de 1998 con la muerte del poeta.



III
   En 1981 gana el Premio Cervantes de Literatura y en 1990 se convierte en el primer premio Nobel de Literatura para México, por los méritos de su obra y debido a su propio peso específico en el ámbito de las letras mundiales del siglo XX. Escritor audaz y apasionado polemista, poeta elocuente, refinado, visionario y de aliento universal, Paz resulta ser un símbolo del pensamiento propio y del tiempo mexicano moderno: imantado por el inmanentismo y las vanguardias contemporáneas, pero en modo alguno desatento a las raíces de nuestra tradición literaria y espiritual (Sor Juana Inés de la Cruz o las Trampas de la Fe), fue también un teórico audaz de la estética moderna, del existencialismo y de la razón poética, dejándonos páginas indelebles sobre los inmensos poderes de la metáfora y de la hermenéutica analógica (El Arco y La Lira, Los Hijos del Limo, Cuadrivio; La Otra Voz. Poesía de Fin de Siglo), pero también sobre los sortilegios propios a la poesía y al amor (La Otra Voz,  La Llama Doble). Crítico profundo del lenguaje, de la revuelta contemporánea y de la tecnocracia postmoderna (Los Signos en Rotación, Corriente Alterna (1967), El Mono Gramático (1970)), se ocupó también dela política y de los intelectuales de su tiempo (El Ogro Filantrópico (1979); Tiempo Nublado (1983); Hombres de su Siglo (1984). Su idea del México Novohispano la plasmó en Sor Juana Inés de la Cruz  las Tramas de la Fe (1984).  Durante todo el trayecto de su obra fue dejando, como las hojas que caen en el otoño o en la estación violenta, innumerables muestras de su talento como crítico de arte (Puertas al Campo, Los Privilegios de la Vista) y como poeta (Poemas (1935-1975); La Llama Doble).
   Murió el 19 de abril de 1998 a los 84 años de edad en Coyoacán, en la casa que fuera del conquistador español Pedro de Alvarado, luego de abandonar su departamento de tres desniveles en la calle de Guadalquivir # 106 en 1996, luego de registrarse en su interior un misterioso incendio.
   Pensador valiente e independiente, nada complaciente con el poder en turno, a pesar de ser empleado del gobierno por muchos años en el departamento de Relaciones Exteriores, quien vio antes que nadie los males tanto del proyecto utópico del Comunismo como de las democracias liberales de occidente. Recalcó también la enorme importancia del arte y de la cultura para entender no sólo nuestro tiempo, sino a nosotros y crecer como sociedad y como individuos –sectores de la vida tan desdeñados tanto por las filosofías positivistas como por los hombres del poder político, quienes quisieran verlos reducidos a los ornamentos de la decoración o al polvo de la cosmética.
  Uno de sus grandes méritos como pensador fue hacernos ver la necesidad de una nueva filosofía política que defienda con lucidez el principio democrático, esencial para la evolución de la sociedad mexicana del siglo XXI; una filosofía, decía, que sepa conjugar las tres tradiciones más caras de nuestra historia: el pensamiento ilustrado, liberal y crítico; la tradición democrática de la posibilidad de la convivencia pacífica, del diálogo entre las mayorías, las minorías y los individuos, y del respeto a los derechos humanos; y la aspiración ética por la justicia de las diversas tradiciones socialistas, no menos de la llamada izquierda antiautoritaria que acentuadamente de la raíz cristiana, tan propia a nuestra idiosincrasia, nacionalidad e incluso a nuestra inextirpable historia y concepción metafísica de la vida y el mundo.
  Tiempo de conmemoración es éste que se cumple con los 100 años del nacimiento del gran poeta y lúcido pensador Octavio Paz; tiempo, pues, de rememoración de su figura, de su personalidad  histórica trascendente a su muerte: de asimilación y de crítica a su obra; también momento de revista a sus grandes aportaciones a las ciencias humanas y a la filosofía, dentro de un clima tanto de reconocimiento a su innegable altura humana e intelectual, como de confraternidad colectiva: de tiempo compartido -en estos días tan revueltos como son los nuestros, en que la rueda cronológica gira con rapidez, con aceleración creciente, vertiginosamente, y en donde el eximio poeta se presenta de nuevo en nuestro horizonte colectivo para  ayudarnos, para abrir con su voz un remanso de tiempo detenido donde poder vernos con claridad, en el reflejo de sus letras, como en un diáfano espejo en el cual volver a reconocernos, hecho de luz y a la vez de transparencia.  







sábado, 5 de abril de 2014

La Revuelta de las Ideologías: Romanticismo y Vanguardia Por Alberto Espinosa (Segunda Parte)

II.- La Revuelta de las Ideologías: Romanticismo y Vanguardia
(Segunda Parte)

 “Nadie atrás, nadie adelante.
Se ha cerrado el camino
que abrieron los antiguos.
Y el otro, ancho y fácil, de todos,
no va a ninguna parte.
Estoy solo y me abro paso.”
Dharmakirti (La Tradición)




IV
   Una cultura viva no es otra cosa que una sucesión temporal de temas, mayores y menores, y de problemas centrales que las generaciones de un grupo humano van decantando para lograrlos articular jerárquicamente, al ir ocupando repetidamente su atención y sus preocupaciones. El papel de Octavio Paz como pensador independiente, nada complaciente con el poder en turno, fue en mucho dar relieve, poner en claro e insistir en esos temas y problemas, arrojando sobre ellos una mirada crítica y lúcida, la cual no está carente de su grano de sal –grano que no dejó de irritar e incuso de disolver a algunos seres que medran por lo bajo, entre las tupidas enredaderas de la academia y de la burocracia oficial. Para entender la aguda crisis de la modernidad por la que atravesó el mismo como hombre y a nuestra cultura, el poeta y diplomático universal se sirvió, como sus herramientas hermenéuticas privilegiadas, del arte y de la literatura no menos que de la reflexión sobre su experiencia viva, para ayudar con ello a que creciéramos los mexicanos como sociedad. Sus temas, variados, obedecen sin embargo a una preocupación central: la de la paradójica confección histórica del hombre moderno, pues sobre los adelantos del progreso que lo encumbran, pesa y gravita todo el tiempo una severa decadencia y deuda moral que, en algunas ocasiones, urgió al poeta, hasta hacerlo expresar convencido: “el tiempo es el error”.

“El tiempo es el mal
el instante es la caída
amar es despeñarse
caer interminablemente
nuestra pareja es nuestro abismo
el abrazo: jeroglífico de la duración
 lascivia: máscara de la muerte”
(Fragmento. “Cantata a Solas”)



V
  Vivimos una extraña época: la del ocaso de una visión del mundo y el hombre llamada ambiguamente “modernidad”. En ella hemos asistido a lo que no sin razón se ha llamado la “revuelta del futuro”, que al  desarrollar las semillas que llevaba en su seno se han revelado como preñadas de agitación, de desarreglo y de desorden, pues su desarrollo infausto se ha manifestado como una especie de descenso al caos, caracterizado por la confusión de las clases y de los valores, también por la disolución de todas las distinciones, lo mismo en la masa informe que en el pensamiento y la filosofía. Paso, pues, y paso mortal, a la barbarie y a la salvajería sin ley, donde la civilización explora muestra su reverso: no la institución de las jerarquías, creadora de las necesarias jerarquías entre los hombres, sino el retorno al estado de confusión originaria de lo indistinto, de lo relativo y de lo particular –y todo ello en nombre de la naturaleza e incluso de la igualdad.
   Ante tal panorama ha surgido como impulso generoso en el hombre el de la resistencia, ante un estado de cosas no solamente injusto, sino más dolorosamente aún, confuso , incluso degradado, que por muy existencialista que sea, meramente de hecho, ha perdido sin embargo su razón de ser. La resistencia a una visión errada de la realidad no siempre ha dado el paso necesario que debe seguir a la negación, que es la conciencia, para abrirse a la recuperación de los valores, motores de la acción sensata, o al rescate del sentido: a la contemplación del momento detenido en el que se da la reconciliación de lo eterno con la existencia; a la aceptación del amor y de la fraternidad; a la actitud activa de verdadero interés social por el otro; o ponerse de acuerdo de una buena vez con uno mismo y con los otros en el levantamiento de una auténtica comunidad de fe trascendente -en la que sea posible distanciarse de lo que está cercano; percibir la hipocresía de los afectos y la premeditación de lo espontáneo como lo que en realidad son: la excepción, es decir, la particularidad: o mejor, lo que está distante de la vida; donde poder sentir la miseria de lo alto y la dignidad de lo que está caído y poder también amar a nuestro enemigo, resistiendo sin aspavientos a los engaños de la ilusión.
   No siempre, decía, ha sido así. Porque muchas veces ha faltado a los hombres de nuestra época la reflexión profunda, para poder someter a ley el particularismo y la excepción, que es lo único que podría enseñarnos a ver no sólo las micelaneas tentaciones del tiempo moderno sino, sobre todo, la más devastadora de todas ellas: el hecho de que el hombre lleva dentro de sí al enemigo del hombre, al lobo del hombre y al demonio de sí mismo. Percibir, pues, el fenómeno de la doblez y de la escisión del hombre, donde se fragua la desintegración del individuo en la triple ruptura: del hombre moderno con el cosmos, con los otros y consigo mismo.
   Uno de los rasgos más pronunciados de lo moderno ha sido su incurable amor por la apariencia; al grado de rendir culto a los dobles, mágicos, de las cosas; no la fidelidad a la religión y a sus preceptos, sino la fascinación por las místicas inferiores, degradadas; no el amor por el arte, sino por algunas de sus subformas híbridas, a partir de las cuales se puede creer que cualquiera puede ser artista o que el arte puede ser descubierto por el alma de cualquiera; no el cumplimiento de una libertad responsable, ascendente, que nos obliga, sino la creencia en la dignidad y la libertad de todo el mundo: indistinción populista, pues, que llanamente afirma que todas las opiniones son igualmente respetables, anulando con ello el concepto, junto con aquellas actitudes que se siguen ante un hombre superior y elevado, digno por ello de veneración; también creencia en una libertad que es tan sólo un simple derecho de paso y no el esfuerzo por conquistar y poseer un valor, al que se obedece y que por tanto por eso mismo se defiende.
   La modernidad puede verse así como la historia de un inmensa frivolidad conducente a error descomunal: el del amor a las formas y a las ideas mezcladas inextricablemente de tiempo, con el tiempo (razón histórica), para hacer descender las más altas emociones –de libertad, de heroísmo, de belleza, de justicia y amor-, a los niveles más bajos de la existencia, hasta convertir la misma dignidad y naturaleza propia del hombre en no más que primera naturaleza dada, encadenado a la más instintiva espontaneidad o a las más primitivas de las reacciones (razón vital);  transformando por consiguiente el orden en ciega obediencia a la materia o a la tiranía de las pasiones; en todo lo cual puede verse una retrogradación en el hombre hacia la participación con los niveles más bajos y gregarios de la animalidad. Porque nota inequívoca de la modernidad triunfante y tecnológica es comparar lo humano con todo aquello que le es inferior, derivando el espíritu de la materia y las más nobles emociones de los más bajos instintos y tendencias.



VI
   Lo que se requiere así es entonces una “razón demetérica”, que sería mejor llamar “romántica”, potente para criticar tanto a la razón vital como a la razón histórica; o si se prefiere, una razón impregnada del espíritu de lo clásico para ahondarlo, pues lo clásico, que es siempre una crítica radical, una crítica a fondo y que por ello llega a los fundamentos, no se basa nunca en la novedad, sino en la necesidad de la renovación del espíritu. Me explico: habría así un clasicismo moderno, y tal es el verdadero romanticismo –aunque el romanticismo, puede doblarse, falsificarse, habiendo por ello una dualidad en el arte –derivada, a fin de cuentas, de la dualidad que hay en lo humano. Falsamente se ha identificado lo romántico con lo moderno y hasta con lo revolucionario, creándose en tal mezcla con la historia, el tiempo y el presente extraños compromisos más que ontológicos (con el ser), meontológicos (con la nada).
     Un primer equívoco está en ligar el romanticismo a los sentimientos históricos inmediatos, intentando fundarlo en el concepto moderno de “originalidad”, es decir, en una idea del progreso y del determinismo histórico, para las cuales a cada tiempo lo acompaña una expresión necesaria, fatal, de su espíritu histórico, la cual corresponde a un desenvolvimiento mecánico, gradual y sucesivo, en una escala supuestamente ascendente. Tal concepción desembocó en la frivolidad de las vanguardias: en una serie ininterrumpida de revoluciones que se iban anulando a sí mismas, que o iban dejando de serlo para ser sustituidas por otras, o que simplemente a su vez se convertían en tradición. Tal es el destino del arte histórico (las vanguardias) y de la razón histórica misma: ser aquello lógicamente posterior cronológicamente en la historia del pensamiento o del arte; y ser a la vez lo que mejor expresa a lo presente en su presente (presentismo). Razón y arte cuyo valor de “originalidad” radica en ponerse a “la altura del tiempo”, siguiendo su paso acelerado, su velocidad vertiginosa –precipitándose así insensiblemente en la caída (Picasso, Sartre).
   Al pensamiento romántico también se le ha querido defraudar, falsificándolo por medio de empujones para  sacarlo de su propio centro, al interpretarlo como un movimiento fundamentalmente irracional, que da prioridad al sentimiento sobre el pensamiento, volviéndolo así apenas una elaboración sofisticada del vitalismo vulgar o del sentimiento huero de lo cursi, como una falsa vindicación de lo raro o de lo particular (cinismo, hedonismo). Así, su destino no puede ser otro que el de la traición de la vida o el de la traición a la vida: ya renunciado al arte recurriendo orgullosamente solo al significante, a lo meramente artístico (esteticismo, arte abstracto), sin preocuparse por el contenido; ya soliviantando un arte social y comprometido con el tiempo, absorbido por sus valores pasajeros, es decir, por lo que perece y cambia (ilustración). En ambos casos, el pensamiento y el arte aparecen como parciales, fragmentarios, pero, sobre todo, como parcos, concluyendo en un balbuceo falto de desarrollo.
   Por lo contrario, el verdadero romanticismo se presenta más bien como un clasicismo moderno; que ni busca la novedad en sí, sino en dado caso la excepción, lo otro, lo raro, ya para que forme parte de la ley cuando puede ser reivindicado; ya para encontrar, si no su norma, cuando no puede ser sometido a valor universal, cuando menos sus ritmos poderosos y orgánicos, que explicarían así la otra cara, tentadora y fascinante, del sacrifico: la autodestrucción de la humillación o de la frustración, pasando revista entonces a los  impulsos que llevan a las almas a perderse en un absoluto o en un paraíso artificiales de naturaleza esencialmente tóxica (que van de las utopías históricas a las doctrinas tecnológicas, y de ahí a los barbitúricos).  Porque en dado caso lo que define al hombre romántico y al moderno espíritu del clasicismo es el rigor de la crítica, al estar interesado como su tema central en la interioridad infinita de la persona –de ahí la recurrencia en los temas, mayores y menores, que vuelven siempre en el arte y el pensamiento moderno verdadero, como son la preocupación por el símbolo y por la hermenéutica de la analogía.
   La época moderna, llevada y manipulada por los delgados hilos de la novedad, se ha perdido así en las apariencias, en las ilusiones que pronto se marchitan o en los desfiladeros de los deseos abismados por sus fantasías. Presa de la rivalidad interna que tiene su cita dentro del hombre mismo, han prevalecido los poderes oscuros del alma inferior sobre los luminosos, más reposados, sociales y espirituales, del alma superior –pues el impuso, el instinto, la tendencia, según piensan, es lo menos valioso pero la más potente, mientras que por más que sea el espíritu lo más valioso resulta lo más vulnerable y lo más débil. Es por ello que la actitud del más fuerte siempre ha sido la de no hablar, la de no dar razones de sus actos, renuente siempre a la debilidad del diálogo y a la fisura de la comunicación; erguido en su ser compacto y sin fisuras, el ídolo moderno puede dar así el denso espectáculo de la fuerza, no puede en cambio darnos la fuerza misma, sino solo fundar sobre el silencio la desgracia de los que se arrojan a sus pies para adorarlo.
   Cada época se desmaya de amor por su apariencia –sobre todo la nuestra, por ser acaso la más alejada de la verdad y, por tanto, de la reflexión y de la ética. Nuestro tiempo, en efecto, está marcado por gustos cada vez más pasajeros y superficiales, y cada vez más instantáneos; el sentimiento de la verdad, si no ha desaparecido, en el mejor de los casos se ha vuelto ligero y, cuando no, decididamente desfavorable –ya se refugie en la locura gregaria del convencionalismo, ya se apertreche en las fingidas certidumbres de la ciencia, no fundadas en razón, sino en el deseo de acallar a otras voces, para convertirlas en el silencio en sus esclavas.




jueves, 3 de abril de 2014

La Revuelta de las Ideologías: Hombre Moderno y Tradición de la Ruptura Por Alberto Espinosa

I.- La Revuelta de las Ideologías: Hombre Moderno y Tradición de la Ruptura
(Primera Parte)
“el bien, quisimos el bien,
enderezar al mundo,
no nos faltó entereza, nos faltó humildad,
lo que quisimos no lo quisimos con inocencia”
Octavio Paz, Nocturno a San Ildefonso



I
  Recordar a un pensado, a un historiador de las ideas y de la cultura de las dimensiones de Octavio Paz es enfrentarnos también a y lúcido pensador, es decir a un y filósofo que fue al fondo de los problemas más urentes de nuestro tiempo para levar a cabo una minuciosa crítica y un profundo examen de conciencia de la cultura occidental y de la figura del hombre moderno para caracterizarlo en su notas esenciales. Su método: parir de la situación concreta con la que se ha crecido, con la hemos con la que hemos con-crecido, potencializando la circunstancia concreta mediante una descripción crítica de los tipos humanos, de su caractereología y moral, para arribar así a una generalización teórica que explica los fenómenos, en el marco de una filosofía de la cultura de fuerte raigambre ética y educativa. Filosofía de la salvación de las circunstancias, es verdad, que explora los diversos sectores de la cultura que giran en torno al sujeto de la reflexión para dar razón y cuenta existencial de ellos, a la manera del método seguido por las ciencias de la naturaleza, pero que a la vez los potencia a actualizar el logos por medio del concepto o al vislumbrar su esencia –siendo tal reflexionar sobre la circunstancia cultural concreta una misma cosa con la cultura o en la que ésta se espejea, potenciando con ello un carácter nacional. Reflexión, pues, que toma su objetos desde una circularidad concéntrica, partiendo de la propia alma, del centro que es el sujeto, para pasar a las circunstancias y de ahí al examen de su historia  y de su esencia o su figura, ya más abstracta y universal.




II
   La obra de Octavio Paz puede verse así como una descripción fenomenológica, a la vez existencia y esencial, del hombre moderno-contemporáneo (o tardo-moderno, mejor que post-moderno) a la vez psicológica e histórica-social. Girando en torno a tal tema central Paz emprende su tarea de caracterización al topar con dos de sus notas más relevantes: la rebeldía y lo que él mismo bautizó como la “tradición de la ruptura”. Sus figuras son así las de hombre existencia; las del hombre del existencialismo, no ajeno a las experiencias concretas de la angustia y la desesperación, pero en las que se da un fenómeno que constituye el gran dato de la filosofía del Sigo XX: el de la doblez o enajenación. Doblez, porque debido a la atura histórica el hombre contemporáneo delata sus pliegues y repliegues singularísimos de la conciencia, debido a las capas históricas que tectónicamente se superponen unas sobre otras, añadiendo y muchas veces sepultando la capa más reciente de la modernidad a su último sustrato: que es la estructura psicológica del hombre, más que renacentista, medieval.
   Bajo la óptica del fragmento, que tácitamente alude a todo un sistema de relaciones, el poeta y visionario mexicano aporta un gran número de nuevos elementos y formas que laten en las capas ocultas de nuestro inconsciente –que hay que sumar a los datos pioneros aportados por el Siglo XIX: la alienación sufrida o menos por el trabajador fabril que por el dueño del capital (Marx); la voluntad de poderío agazapada tras de los ideales más puros de  la moralidad (Nietzsche); las terribles presiones históricas y generacionales producto de la pecaminosidad y que herrumbran la conciencia (Kierkegaard). Fabuloso complejo donde se abrazan las fuerzas, hermanas enemigas, del tiempo y el logos, diagnosticado finalmente por el filósofo republicano José Gaos como “ciclotimia” consistente en una doble oscilación o desequilibrio onto-axologico en el hombre.
   En efecto, el hombre modero pareciera animado desde su raíz por una especie de rebeldía constitutiva, que lo obliga a voltearse, a volverse, a dar media vuelta y enfrenarse  a la tradición –carácter que tiñe con el inquietante acento de la rebelión y la revolución al hombre contemporáneo. Su divisa es el cambio: lo mismo cambiar el mundo que la vida que reinventar el amor. Motor ambiguo, cifra muchas equívoca que conforma en extraños moldes las nociones centrales de nuestra época, siglo o mundo: llámese lo mismo cultura que ideología, progreso que cienicismo o tecnocracia. Sus formas psicológicas no son otras que las de la inconformidad y la desesperación; sus formas sociales las de la prioridad de un nuevo tiempo: el futuro –que no tarda, sobre su porosidad aguijada de minutos, en derrumbarse, como bajo la presión la piedra pómez, para devenir en una vertiginosa polvareda: la prioridad de ahora, no del momento detenido de la epifanía, sino del tiempo fluido y línea que termina en una vacua consagración profana del instante.




III
   La revuelta contra la tradición emprendida por el existencialismo de la edad moderna se caracteriza por haber entronizado la figura de rebelde  y nos afecta a todos: a la mujer, al estudiante, al obrero, al intelectual, al artista, al poeta. En la academia se especializa, toma la forma específica de la rebelión de los discípulos y la liturgia del asesinato ritual del padre. En el terreno político y moral, lo mismo en la anarquía que en el socialismo; en el terreno teológico en  ateísmo o, mejor, en la indiferencia en materia religiosa –trufando el orbe ético de vacíos, dejando un regusto amargo signado por las falsas doctrinas o por la inextricable dialéctica de la negación. Uno de los nombres genéricos que engloban a la tradición de la ruptura es el de “ideología”, la cual se presenta a las mentalidades como una nueva fe, buena o mala, y hasta como una nueva religión –las más de las veces deshabitada-, a ser llamada lo mismo con los nombres de socialismo que de utopía o de progreso, o revolución o tecnocracia.
   Así, la filosofía que inició su carrera en Grecia hace XXIV siglo como una crítica de la religión, dando con ello muerte a sus progenitores, ha desembocado en nuestros días en una filosofía de la cultura que culmina en la crítica de las ideologías. Tal es el caso en la crítica del hombre rebelde, anejo al revoltoso y al revolucionario, en una palabra: al inconforme, cuyas figuras de universal aplauso se resquebrajan bajo los síntomas de un vacío angustiante y las marcas inocultables de una insatisfacción creciente en las conciencias.
   Su sado: el de una experiencia generacional frustrada y no  de un haber positivo, pues deja u sabor amargo en las pupilas, un gusto ácido en las insomnes cines de haber experimentado en cabeza propia la bancarrota del espíritu –ante las carcajadas chuscas de los demonios churriguerescos quienes, entre los chisquetes ictéricos de sus quemantes anilinas, bañan  nuestras vasijas de porcelanas y vajillas de cobre, revelando lo que hay en los hombres de tristes y vulgares pecadores. Porque la ufana y atropellada modernidad, en efecto, ha concluido en un asombroso enredo de inextricables paradojas, insalvables ya hasta para la más audaz de las dialécticas: en el adocenamiento burocrático o el feroz individualismo de los socialistas, dispuestos a saciar fácilmente su vanidad, no con la realización de una utopía, sino con la orquestación de una caricatura o de una rancia fantasía de la infancia; en la propaganda del rebelde agasajado y del disidente aplaudido; en el materialismo histórico del consumo; en la insurrección coronada por el déspota; en la obediencia incondicional de los rebeldes; en el acartonado academicismo de las vanguardias; en la originalidad unánime, producida en serie; y hasta en el apartado de la fe encontramos, ya no sólo al cocodrilo metido a redentor, sino la fe en la razón y hasta en la ciencia, que lleva junto con ella la adherencia de su voluntad de dominio sobre la naturaleza inanimada, pero también animada, humana, individual y social, lo que no deja de tener sus mitos, abigarrados misterios y cultos milagreros. Dialéctica irresuelta, pues, que a todas luces muestra un desgarrador desequilibrio entre el valor y la representación que se presume y la contrariedad del poder que en realidad se busca –revelado en el destino que existencialmente se labra, y que es generalmente silenciado.
   Así, una de las aportaciones mayores de Octavio Paz al debate contemporáneo es su profundo examen crítico a la cultura moderna, pues, que se ordena por círculos concéntricos a partir del sujeto de la reflexión, el cual marcha hacia los objetos concretos que se presentan en su torno, destilando en el matraz de la conciencia las refracciones que producen en su propia alma, para tejer sus fragmentos en un conjunto de relaciones determinados por la circunstancialidad cultural, no menos que por la situacionalidad moral e histórica en las que se desarrolla el sujeto de la reflexión filosofante.




martes, 1 de abril de 2014

La Revuelta de las Ideologías: Vanguardia y Revolución Por Alberto Espinosa

100 Años de Octavio Paz:
La Revuelta de las Ideologías: Vanguardia y Revolución
Por Alberto Espinosa

Presentación



   El 31 de marzo de 1914, menos de 100 días antes de la Toma de Zacatecas por las fuerzas de Francisco Villa, nacía en el barrio de Mixcoac en la Ciudad de México el poeta, ensayista, crítico y pensador Octavio Paz Lozano. Educado en sus primeros años por el viejo editor Irineo Paz (1836-1924), intelectual liberal y novelista, por su madre, Josefina Lozano, y su tía Amalia Paz Solórzano, Octavio Paz estaba destinado a ser un hombre excepcional. Su padre, Octavio Paz Solórzano (1883-1936), fue abogado y escribano de Emiliano Zapata; estuvo involucrado en la reforma agraria, fue diputado y colaboró activamente en el movimiento vasconcelista: se ató al potro del alcohol y por un accidente una máquina lo arrolló, un día terrible tuvieron que ir por su cuerpo, ya muerto, para recoger entre las vías sus pedazos.
    La figura del poeta, más bien robusta, no hablaba de los lejanos godos; había en su porte algo del general que dirige, ya a lo lejos ya en la presencia viva, los ejércitos, aunque no dirigió a hombres de armas, sino a los jóvenes y al pensamiento; sus ojos azules supieron mirar a la distancia, siendo su visión a la vez la de lo alto y de lo profundo, como son el mar y el cielo, pues era su carácter como son el mar cambiante y el cielo majestuoso y tornasolado: igual la calma chicha que las horas de la tarde sin premura, o la tromba y el incendio nocturno y zigzagueante del relámpago.
   A los 23 años publica Raíz del Hombre, libro de poemas en el que con asombrosa maestría logra sintetizar las voces de la tradición con las de la poesía moderna de Rubén Darío, Ramón López Velarde, Carlos Pellicer, Xavier Villaurrutia y Pablo Neruda. En 1950, a los 36 años de edad, publica su deslumbrante ensayo El Laberinto de la Soledad, donde con una prosa refinada y majestuosa logra condensar las principales aportaciones del gran movimiento cultural de ese tiempo: “La Filosofía de lo Mexicano”, cuyas semillas estaban ya en Alfonso Reyes, en José Vasconcelos y en Samuel Ramos (El Perfil del Hombre y la Cultura en México), que florecieron con José Gaos (Filosofía Mexicana de Nuestros Días; En Torno a la Filosofía de lo Mexicano), y que fueron abonadas por el malogrado grupo Hiperión (Leopoldo Zea, Emilio Uranga, Joaquín Sánchez Mac Gregor, Luis Villoro, José Reyes Nevares, Ricardo Guerra, Jorge Portilla y Fausto Vega), pero también por la psicología del mexicano que se desarrollaba por aquel entonces.
   En el año de 1966 publica la importante antología Poesía en Movimiento (1915-1966), donde si bien excluye a Jorge Cuenta e incluye a Jaime Labastida junto con otros dudosos literatos, pronto se convierte el florilegio en un punto de referencia incuestionable para los poetas de siguiente generación. Luego de una importante trayectoria como animador de revistas literarias (Taller; Revista Mexicana de Literatura; Diálogos, etc.), en 1971 funda la revista Plural, que muere intempestivamente en 1976 cuando el mismo Labastida, dueño de la editorial Siglo XXI, la toma bajo control, en una segunda época marcada por el populismo, dominada por la filosofía de la rancia izquierda autoritaria, por  la distorsión de la jerarquías y  por el caos; el poeta reconfigura entonces al grupo y junto con Tomás Segovia, Alejandro Rossi y Juan García Ponce funda en ese mismo año la revista Vuelta, que vivió 22 años, de diciembre de 1976 hasta extinguirse en agosto de 1998 con la muerte del poeta -estando el industrial e historiador Enrique Krauze al final fuera de la subdirección de la publicación periódica, y quien habiendo tomado las riendas de su impresión casi desde su inicio se encontraba ya embebido en su propio proyecto editorial faraónico, sabiamente administrado por el poeta y contador Gabriel Zaid.




   En 1990 gana el primer premio Nobel de Literatura para México por los méritos de su obra y su propio peso específico en el ámbito de las letras mundiales del siglo XX. Escritor audaz y apasionado polemista, poeta elocuente, refinado, visionario y de aliento universal, Paz resulta ser un símbolo del pensamiento propio y del tiempo mexicano moderno: imantado por el inmanentismo y las vanguardias contemporáneas, pero en modo alguno desatento a las raíces de nuestra tradición literaria y espiritual (Sor Juana Inés de la Cruz o las Trampas de la Fe), fue también un teórico audaz de la estética moderna, del existencialismo y de la razón poética, dejándonos páginas indelebles sobre los inmensos poderes de la metáfora y de la hermenéutica analógica (El Arco y La Lira, Los Hijos del Limo, Cuadrivio), pero también sobre los sortilegios propios a la poesía y al amor (La Otra Voz,  La Llama Doble). Crítico profundo del lenguaje, de la revuelta contemporánea y de la tecnocracia postmoderna (Los Signos en Rotación, Corriente Alterna), durante todo el trayecto de su obra fue dejando, como las hojas que caen en el otoño o en la estación violenta, innumerables muestras de su talento como crítico de arte (Los privilegios de la Vista) y como poeta (Poemas (1935-1975); La Llama Doble).
   Murió el 19 de abril de 1998 a los 84 años de edad en Coyoacán, en la casa que fuera del conquistador español Pedro de Alvarado, luego de abandonar su departamento de tres desniveles en la calle de Guadalquivir # 105 en 1996, luego de registrarse en su interior un misterioso incendio. 
   Pensador valiente e independiente, nada complaciente con el poder en turno, a pesar de ser empleado del gobierno por muchos años en el departamento de Relaciones Exteriores, quien vio antes que nadie los males tanto del proyecto utópico del Comunismo como de las democracias liberales de occidente. Recalcó también la enorme importancia del arte y de la cultura para entender no sólo nuestro tiempo, sino a nosotros y crecer como sociedad y como individuos –sectores de la vida tan desdeñados tanto por las filosofías positivistas como por los hombres del poder político, quienes quisieran verlos reducidos a los ornamentos de la decoración o al polvo de la cosmética.
  Uno de sus grandes méritos como pensador fue hacernos ver la necesidad de una nueva filosofía política que defienda con lucidez el principio democrático, esencial para la evolución de la sociedad mexicana del siglo XXI; una filosofía, decía, que sepa conjugar las tres tradiciones más caras de nuestra historia: el pensamiento ilustrado, liberal y crítico; la tradición democrática de la posibilidad de la convivencia pacífica, del diálogo entre las mayorías, las minorías y los individuos, y del respeto a los derechos humanos; y la aspiración ética por la justicia de las diversas tradiciones socialistas, no menos de la llamada izquierda antiautoritaria que acentuadamente de la raíz cristiana, tan propia a nuestra idiosincrasia, nacionalidad e incluso a nuestra inextirpable historia y concepción metafísica de la vida y el mundo.
  Tiempo de conmemoración es éste que se cumple con los 100 años del nacimiento del gran poeta y lúcido pensador Octavio Paz; tiempo, pues, de rememoración de su figura, de su personalidad histórica trascendente a su muerte: de asimilación y de crítica a su obra; también momento de revista a sus grandes aportaciones a las ciencias humanas y a la filosofía, dentro de un clima tanto de reconocimiento a su innegable altura humana e intelectual, como de confraternidad colectiva: de tiempo compartido -en estos días tan revueltos como son los nuestros, en que la rueda cronológica gira con rapidez, con aceleración creciente, vertiginosamente, y en donde el eximio poeta se presenta de nuevo en nuestro horizonte colectivo para  ayudarnos, para abrir con su voz un remanso de tiempo detenido donde poder vernos con claridad, en el reflejo de sus letras, como en un diáfano espejo hecho de luz y a la vez de transparencia.