jueves, 27 de febrero de 2014

Sobre las Figuras de la Muerte y sus Moradas Por Alberto Espinosa


    La imagen de la muerte es la de Dionisos, que es Plutón o es Hades, es Jano o es el Tiempo -opuesto por su propia esencia al Logos, a la palabra y al verbo salvador, en una guerra soterrada que culmina en colosal gigantomaquia. Dionisos espejea el orbe de multifacéticas presiones y del saber del mundo que acaban por dominar al hombre en base a sus pulsiones orgánicas poderosas para llevar al individuo a perderse, a entregarse al reino de las sombras al apresarlo en las murallas interiores del instinto. Mundo de arrepentidos cobardes y de tercos pecadores que van en búsqueda de la casa de las lágrimas con sus grotescos decorados de ajada gruta, anticipando con ello la voluntad de las místicas inferiores de perderse en un reino de siniestras imantaciones, donde lo semejante a la sombra busca a lo semejante: lo amorfo, lo indefinido o lo inconsciente. Mundo de la tentación, pues, significadas por los obstáculos, que incita al hombre, cuando la salvación no puede llegar por el amor, cuando no se cree o no se puede creer en un orden trascendente, a entregarse a las confusiones de Dionisos, a esa sed de olvidarse de sí, a esa maldición dionisiaca que hace resbalar al hombre moderno por el tobogán vertiginoso del nihilismo,  que va cada vez más hacia abajo, para caer sin fondo, hacia la nada.  Sed de aniquilarse, pues, que se descubre como una fe en una oscura mística, en la cual enajenarse, por la cual sacrificarse y perderse –y que por lo mismo se opone al orden natural de las cosas, a la sed de salvación, al impulso por valorar la vida y encontrar un sentido central a la existencia.
   O es Plutón, la deidad del rechazo, de la frustración afectiva y de la exasperación, cuya melancolía erudita no es otra que la de la envidia, de la codicia, de la acumulación de la avaricia que engendra y devora a sus propias creaciones por la misma excitación de su deseo, que quisiera saciar sus pasiones insaciables, pero agotando con ello las fuentes de la vida. Ser de la destrucción que, sin embargo, resulta por su duro convencionalismo incapaz de adaptarse a la evolución de la sociedad y de la vida, quedando encadenado al aspirar a una perfección estancada, sin futuro y por tanto sin sucesión posible, en una clara regresión hacia la disolución, la división y el desorden tanto a escala psíquica, como moral y metafísica.
   Propiamente es Hades, el rey del submundo, de la morada invisible de la muerte y de los lugares infernales, donde el hijo de del Tiempo reina insensible y despiadado, inexorable y colérico, tocado con la capa del lobo azul y el casco de piel de perro, marcado su rostro por la dureza del gesto y por las huellas del azufre, vigilado por el monstruo Cancerbero y presidido por sus cuatro caballos de opaco ébano. Es Plutón, es Hades o es el Orco que reina entre las lúgubres sombras miserables resueltas por el humo, por las cenizas y la nada. Lugar donde la sombra y la neblina dan cuenta del oscuro reino, donde los ríos del olvido, del fuego y la congoja conducen el inconcebible pozo de los odios. Lugar invisible e ilusorio, en cierto modo irreal, donde las almas vagan abatidas entre tétricas legiones de espíritus menores; laberinto sin forma ni salida, perdido en la tiniebla y en el frío, poblado por monstruos y demonios, donde los condenados habitan entre las abigarradas cavernas, como fuentes sin agua, como nubes trastornadas por el viento en torbellinos, fijados cual fantasmas en la pena y endurecimiento en su pecado cual estatuas. Pozo de la sensualidad en llamas, ahogado por la abolición de la dispensa y donde se sufre la privación radical de la luz, de la presencia de Dios, que es la vida.
   O es Saturno, que al igual que el adversario, que el demonio orgulloso y soberbio se pasea recorriendo la tierra, representa el espíritu de la involución que cae irrefrenablemente en la materia –siendo su engañosa la luz la desviación de la luz primordial que se oculta en la materia, reflejada en el desorden de la conciencia humana, en la mente nublada que, confundida, sobreexcitada, turbada, entra en la oscuridad al adoptar una falsa jerarquía de valores, entrañada en sus malas sugestiones e incitaciones, y causando con sus relaciones sociales invertidas y con el cobre vergonzoso de su función separadora infinidad de penas y sufrimientos, de desapegos, de abandonos, de renuncias, de sacrificios (“Melancolía”). Parodia de Dios, cuyas torcidas tentaciones no dudan en emplear medios ilícitos, pues están encaminadas a arrancar al hombre de su relación con el espíritu, deseando así romper las alas a todo lo creador y cuyas fuerzas perversas desintegradoras quisieran someter al hombre a la tiranía de su propio dominio –siendo por ello la fuente de la mala suerte, de la impotencia y la parálisis, del centro subterráneo que late en el fondo de la noche donde no hay ni luz ni gozo de la existencia y que, sin embargo, nos insta a exaltarnos en las tribulaciones, como una palanca de la vida moral, intelectual y espiritual, pues al enfrentarlas ellas obran la paciencia de los largos esfuerzos reflexivos, también el esfuerzo sostenido por liberarnos de la prisión del cuerpo, de su animalidad, de la vida instintiva y de las pasiones –engendrando así la paciencia a la esperanza en la gloria de Dios, quien de tal suerte derrama su gracia en nuestros corazones.



jueves, 20 de febrero de 2014

El Mito de Orión Por Alberto Espinosa







I
   Para saber de nuestros fantasmas no hay sino aprender a mirarlos cara a cara para que sean, como dice el poeta, nuestros fantasmas y no los fantasmas de nuestros fantasmas. Para esclarecer el concepto de “durangueñeidad”, forjado por el benefactor de la cultura regional Don Héctor Palencia Alonso, habría que interrogar repetidamente sus símbolos más caros o emblemáticos, en particular su fijación por el símbolo del repelente alacrán. Porque en el amplio corazón de Durango, sembrado con cualidades adorables y adornado de claras virtudes, algunas veces purísimas como su casto cielo, otras henchidas de generosidad y de misteriosa magia como su amplio pecho, también habita agazapado el veneno del arácnido anómalo –de cuyos instintos, inclinaciones y tendencias habría, cuando menos, que tomar alguna conciencia para prevenir o neutralizar sus destructivos efectos.
   Para ello nada resulta más ilustrativo que el conocimiento y la interpretación psicológica del mito de Orión y el Escorpión. Su narración es la siguiente:
   Cuenta el relato mítico que Orión de Boecia, hombre de extraordinaria estatura que fuera el cazador más apuesto y listo de su tiempo, se enamora una vez de Mérope, hija de Enopión rey de Quíos. El rey puso entonces como prueba de amor para poder desposarse con su hija, matar a todos los animales salvajes de la isla. Orión aceptó la prueba, llevando cada día al anochecer a Enopión los mortales frutos de su trabajo: píeles de osos, de leones, de lobos, de zorros y de gatos monteses. Cuando por fin dejó la isla libre de todo animal salvaje más grande que una comadreja fue a ver al rey Enopión para por fin poder casarse con su hija Mérope. Enopión rehusó cumplir lo acordado pretextando cualquier cosa, no imposible de adivinaren en la sucinta discreción del relato por la virtud adivina del espesor del tiempo: una picadura de insecto recién inflingida en el pecho, el acorde de los óctuples pasos de la araña sobre el peplo de seda de su hija... etc.
   Sintiéndose tan engañado cuan fracasado Orión tomo la copa y borracho irrumpe en la habitación de Mérope para pedirle que se case con él en el templo de Afrodita y cumpla así la promesa de su padre. Temiendo al diestro cazador Mérope prorrumpe en agudos chillidos pidiendo auxilio. El taimado y astuto rey Enopión  envía entonces a un grupo de sátiros para que acabaran de embrutecer al héroe con el agua de los espíritus fermentados, volviendo a prometer incluso entonces la mano de su hija. Pero cuando Orión cae al suelo sin sentido el rey se aprovecha... ¡y le descuaja los ojos! En el abandono y en la noche de la ceguera y guiado sólo por la escucha Orión sigue el débil sonido de un martillar hasta llegar a la fragua de un herrero cíclope, quien amistosamente le presta a su aprendiz para llevarlo al punto más lejano del Oriente, donde el Sol guarda sus caballos junto al océano para hacer sus diarios viajes por los cielos. Al llegar Orión al lejano oriente el Sol se apiada de su condición y de su historia y le devuelve la vista.
   Reconfortado el temible cazador regresa a la isla de Quiros, pero esta vez para cobrar venganza de Enopión, quien advertido de la llegada del héroe se esconde temeroso en una tumba, dejando dicho que engañen al portentoso atleta con el cuento de que había marchado a Creta. Ingenuamente oye el relato el incauto Orión y sale en busca del rey padre de Mérope, encontrándose por azar en Creta con la divinal Artemisa. La diosa de los muchos nombres congenia inmediatamente con el héroe, invitándolo a salir de caza para cobrar cabras salvajes. Apolo, hermano gemelo de Diana, se entera de la cita y montado en celos intenta disuadir a la diosa e impedir que se enamore del mortal. Al no lograrlo llama a un imponente escorpión aún mas grande que un elefante, brotado del seno húmedo y oscuro de la tierra con su aguijón en alto, enviándolo para dar muerte al gigantesco hombre. Perseguido por el animal Orión le asesta agudas flechas para luego herirlo inútilmente con la espada... para por fin salir huyendo del monstruoso animal a nado hundiéndose en las blandas olas. Llega Artemisa a la costa y engañada por Apolo, quien le dice que aquella cabeza que sube y que baja es la de Candaonte (quien acababa de insultar a una de sus doncellas con insinuaciones impropias), saca la infausta flecha de su carcaj y dispara certero dardo, descubriendo entonces que ha dado muerte al admirable Orión.
   La diosa que hiere de lejos entonces ruega al punto a Zeus transformar a Orión en una de las más brillantes constelaciones siderales cuya estelar imagen desaparece en el horizonte al entrar Aurora (o Eos, la hija de Helios y Selene) –hecho del que se desprende la sólita leyenda de que el apuesto cazador, no sin dejar de obedecer a la naturaleza siempre nocturna de su historia trágica, habría sido raptado por Aurora, la bella diosa de los dedos y los brazos rosáceos.
   En efecto, en la semiesfera celeste, de noche, aparece Orión cerca de los Gemelos extendiendo sus brazos en una extensa parte del cielo. Cada uno de sus resplandecientes hombros es marcado por una estrella, mientras la espada, hoy dirigida hacia abajo, es marcada por tres más dispuestas oblicuamente. Las tres estrellas alineadas son conocidas por todos bajo el nombre popular de los “Tres Reyes Magos”, cercanas a otras tres llamadas coloquialmente las “Tres Marías”. Las primeras corresponden al “Cinturón de Orión” cuya estrella central es la gran nebulosa de Orión, enorme cúmulo de estrellas dentro de una galaxia situada a mil años luz de distancia, la cual es la nube de formación estelar más cercana a la tierra en donde nacen innúmeros soles o estrellas, formada de hidrógeno y helio destacando por su color verde indicador de la existencia de oxigeno. Orión, con su inmensa cabeza en lo más alto del cielo se distingue por otras tres estrellas bajo cuya guía los astros hacen sus recorridos por todo el cielo –seguido por la constelación de Escorpión, que hasta en el firmamento lo persigue aún.
II
   La historia de Orión, marcada por el engaño, la confusión y el malentendido es también una historia revuelta que en cada uno de sus puntos pareciera conspirar contra el reconocimiento y la felicidad de los personajes. Como en la estructura de los cristales o de los fractales cada fragmento repite perfectamente la formación del todo; así cada cláusula narrativa encierra en su estructura un error de interpretación o de juicio, cuyos malentendidos son coronados malamente por el fruto negro de la tragedia –pero reconciliados finalmente en el colofón metafísico.
   El relato tal como se le conoce en abreviatura o cifra es cierto: Artemisa mata a Orión con certera flecha.  Dice la verdad... pero no toda –pues, ¿quien puede decir toda la verdad? La versión resumida suele omitir el móvil profundo de los acontecimientos, dejándolos así velados –sujetos así al incauto oído predispuesto por lenguas insidiosas. Verdad histórica pues, en el que los verbos activos juegan un papel sustantivo, estando por ello sujetos a la detenida interpretación.
   Le clave del relato acaso haya que buscarla en el simbolismo del escorpión, pues en uno de sus aspectos o facetas menos favorables lleva las marcas de los poderes malignos: el egoísmo, la mentira, la crueldad y su hermana gemela la cobardía, pero también la calumnia, la envidia, los celos destructores e incluso el negro resentimiento –que son, a fin de cuentas, las pasiones de que es víctima y que persiguen al gigante Orión más que como negra estrella, como temible constelación descomunal, hasta alcanzar por aguijarle mortalmente bajo la forma del mortal dardo de Diana.
   No es menos cierto que otra clave hermenéutica e incluso heurística hay que buscarla en el reconocimiento (anagnórisis) del héroe proporcionado post mortem por la divina Aurora –a manera, digamos, de metafísico consuelo y mito de final reconciliación.
III
   Lo primero que salta a la vista son los temibles celos paternos del rey Enopión, los cuales lo llevan no sólo del engaño a la mentira, sino también a la frustración –pasión está última contaminada al héroe Orión, el cual por su parte agrega a la tragedia algún ingrediente importuno de lamentación e incluso de mísero chantaje. Veamos.
   Orión hierra por si mismo, seguramente movido por la frustración, al forzar la mano de Mérope. El simbolismo del embrutecimiento alcohólico no deja lugar a dudas. Orión desvía el deseo amoroso por frustración bajo la forma del ramplón chantaje afectivo, creyendo que si no le es dado lo que desea se condenará, y así se rebaja arrojándose en los olvidables brazos del temible Baco (que duermen, pero no hacen olvidar), y con ello frisa la antesala del infierno. En este punto Enopión no hace sino tomarle la palabra y seguirle el juego enviando a los sátiros. El equívoco juvenil de Orión consiste en creer, pues, que merece lo que desea y en estar dispuesto a maldecirse si le es negado. Orión cumple la prueba impuesta por rey por nota, más al ser engañado se pone equivocadamente del lado del poder, el cual ejerce mediante el chantaje moral y sentimental: amenazando a pasar del lado del odio y de la desesperación si no es reconocido. Baja poesía machista de cantina consistente en decirle a la vida: “Eres el bien, a condición de ser mía, si no, eres el mal”. Relativismo escéptico de batracio orgulloso que en su capricho egoísta amenaza con condenarse sólo por saber que podemos ser salvados por otros. A la vez neurosis suicida, sin duda, pues creerse condenado es, en efecto, condenase –actitud, pues, que olímpicamente quisiera olvidar que cada uno se condena, en cambio, solo.  Autoengaño que momentáneamente lo ciega, para salir de la oscuridad por la luz solar de la conciencia... para recaer luego en la dudosa actitud de la venganza (no ejercida).
   Por su parte la frustración del rey Enopión, más compleja, tormentosa e indirecta, radica seguramente en el temor del viejo a perder el poder o la fuerza y ser sustituido por el vigor del joven héroe. Frustración de la edad decadente ante el impulso y el poder de la juventud. La cobardía que lo hace guardarse en una tumba encierra también, bajo la especie de la frustración, las dos pasiones capitales: la tendencia a la soberbia (no querer morir o dejar el poder) y a la pereza (no querer vivir o abandonar la comodidad de su posición privilegiada). Por un lado la ruindad de la injusticia, que bajo la forma del rebajamiento radical del prójimo que sumido en la indistinción agresiva del no querer mirar iguala panteras y mosquitos; sentimiento de depresión también, que para recobrar la altura y el tono vital de superioridad se vale del irrespeto, del recelo, del compadecimiento lastimoso o no caritativo y de la indisciplina moral. Los síntomas de agotamiento, decadencia y decrepitud se condensan así en el simbolismo lapidario, que es apego irrestricto a la materia y tendencia del cuerpo a la molicie y al estado petrificado de lo inerte y sin vida. También sentimiento de emoción oscura de vacuidad, que se sumerge en las tinieblas de la nostalgia y que como paliativo de la miseria presente se refugia en el recuerdo o exaltación de una grandeza familiar, personal o nacional pasada, muchas veces meramente imaginaria. Empecinamiento, necedad neurótica, también sin duda, que quisiera huir de la muerte en la huida y el atrincheramiento, pero que en el fondo tiene su esencia en el encierro egoísta de no querer brindarse a los otros para huir de la muerte... sólo que así está viviendo ya la muerte sin saberlo. 
   De la envidia (del latín invidere) que viene de la idea de mirar con malos ojos, se deriva tanto “vileza” como “envilecer”. Así, si lo vil es lo barato o lo que no tiene valor, equivaliendo envilecer a despreciar; más propiamente a abaratar, de donde se desprende “vilipendio” (de pendere o “precio”), equivalente de pagar mal, de devolver mal por bien o incluso de “negrear”. Tal actitud agresiva y burlona de postmoderno “yupi” comienza incoando en el alma la indiferencia, crece en el desprecio franco y la culmina, hasta culminar en el burocrático y mexicanismo “ningunéo”, arte de resentida proyección consistente en hacer de alguien ninguno, o existencialista rasero cuya gruesísima maya iguala y hace pasar la perla del uno por la coladera del nadie. Arte pues, que anonada a la persona –técnicas todas ellas opuestas a la seducción del querer poético, del querer gustar y del encanto, posturas para las cuales, como para el cultivo de las rosas, hay que poner tallo, hay que poner corazón (amar el bien). Por lo contrario, la envidia no es sino una de las formas, sobresaliente sin duda, de la impotencia moral,  pues lo que vuelve incapaces de universalización ética es la ausencia de sentimientos, al igual que su disfraz o tergiversación en la hipocresía o en la perversión (amar el mal).
   Así, una pasión sin luz va llamado a otra sombría: ahora son los celos de Apolo respecto del mortal héroe Orión. Los celos, en efecto, son una enfermedad de los ojos no menos que del corazón, consistente en fondo de un deseo de pertenencia y posesión inmoderado no menos que de orgullo exacerbado, incluso de aristocrática contemplación alienada hasta lo vulgar por la pasiva inacción a la comodidad acomodaticia. En el fondo se trata de una negra ramificación un dilatado sentimiento de envidia despertada por la pasión de la sangre exacerbada, ya sea por los atributos de otras personas, ya por las posesiones de los colegas. Los celos despiertan así la pasión de la tristeza por el bien ajeno y la alegría por su mal –desecando en la actitud de quitar que hay en el desdén el humectante sentimiento unitivo de la admiración y del espíritu de colaboración, que incentiva por medio del ejemplo a conseguir el éxito por uno mismo. Apolo detona entonces los nocturnos sentimientos de la melancolía activa y el enfermizo y negro de la envidia, acaso por sentirse excluido del juego viendo con recelo a los otros dos vivir en plenitud sin él –como si los otros acapararan para ellos toda la sustancia de la vida, arrojándose entonces al sueño fatal de las asechanzas, del sabotaje o incluso de la calumnia propio a la crítica resentida, síntomas todos de disolución de los lazos comunitarios con los otros.
   ¿Qué significado puede tener entonces el desmedido alacrán que persigue a Orión hasta cobrar su vida bajo la especie fatal del dardo emponzoñado de la diosa? Pues, después de todo, ¿quién ha visto jamás a un alacrán del tamaño de un elefante caminando en la majestuosidad de su potencia alegremente por 20 de Noviembre o pasando por un costado de la Plaza de Armas del mágico Durango? ¡Cosa imposible¡, se exclamaría de inmediato. Y sin embargo... ¿no representa entonces tan pasmosa criatura una encarnación simbólica de todos los males humanos enumerados, no menos descomunales y mortíferos?
   Empero, por último aparece la tiritante Aurora, la diosa siempre joven y bellísima, envuelta en su túnica amarilla, para arropar metafísicamente en el rapto de reconciliación final al héroe Orión. Ante su llegada, que anuncia la verdad y la luz del día, retroceden despavoridas las hijas de la noche y amigas de la oscuridad: la angustiada y celosa envida con sus harapos de calumnias y vilipendios, y la cruel cobardía enfundada en las pétreas escamas de los celos innobles y bañados por la viscosidad hipócrita de la falsía. 


sábado, 8 de febrero de 2014

IV.- La Filosofía en la Calle: Pecado, Inconformidad y Revolución XXXIV.- Curso de Antropología Filosófica Por Alberto Espinosa




34.0.- Tarea de la antropología filosófica es encontrar los principios de la esencia humana y sus cimientos eternos metafísicos, volviendo así a las fuentes del ser, de la ontología y de la vida -en una época tan amenazada por falsas filosofías y por ideologías de dominio. Hace falta, efectivamente, limpiar también nuestro sistema axiológico volviendo a la razón y al hombre... y enderezar el camino. Volver en una palabra a la filosofía, a la antropología filosófica, y levantar, en una reconstrucción ab integrum, la estructura entera,  vertical y alada, del ser humano. ¿Porqué de que nos sirve lo externo, lo mismo las fachadas relujadas que el hedonismo del consumo, si se pierde la forma humana, la idea misma de lo que somos por esencia los hombres, absorbidos por la existencia o por las olas del devenir, por lo que no tiene ninguna trascendencia metafísica? Porque el hombre contemporáneo ha llegado en su despliegue histórico al inmanentismo más extremo, olvidando por tanto la metafísica, sin idea de la estructura misma de su naturaleza y del alma humana, ignorante de su propio centro, y sin idea de Dios –encontrándose así severamente mutilado, manco del espíritu, mocho del alma, sujeto a una serie de doctrinas alrevesadas e hirsutas causantes de que la verdad sea llanamente desechada e incluso blasfemada.[1]
34.1.- El vulgo, la mayor parte de los hombres que practican la malicia, no tienen la ciencia ni el conocimiento por medio del cual el hombre recuerda las raíces negras el pecado, para menospreciar los vicios de todo lo que es materia y poner remedio a ello –menos aún recuerdan el Plan Divino de acuerdo al cual ha sido constituido el Universo. Es por ello que algunos hombres, separados e incluso adversos a la facultan de la intelección, a la facultad de intuición de lo divino (nous), se dejan engañar por sus deseos, siendo arrastrados en persecución de una vana ilusión, que engendra la malicia en las almas, pues el vicio, envidioso de la divinidad, se adhiere a los placeres radicados en la parte material del ser humano, rebajando al hombre a la naturaleza del demonio, de la bestia o del bruto.
   La malicia del vulgo es, pues, una carencia de sabiduría; en particular, una ignorancia respecto de lo que es el pecado –que es la palabra, acto o deseo contrarios a la ley eterna; implicando por tanto una desobediencia o rebelión contra Dios, una ofensa a Dios (Salmos 51.6), incluso una guerra contra todo lo que es espiritual o divino en el hombre. Ruptura, pues, con la ley regia, con la palabra de la Verdad –que es el conjunto de las revelaciones de Dios sobre el comportamiento humano y el destino del alma (Mt. 5. 17-19; 7. 24-27; Jn. 13.17).  Ley que prescribe no vivir según las concupiscencias  y pasiones humanas acostumbradas por los gentiles, en el libertinaje desbocado de desenfrenos, lujurias, liviandades, crápulas, orgías, embriagueces, glotonerías y culto ilícito de los ídolos, sino vivir según la verdad de Dios, siendo sensatos y sobrios –teniendo como escenografía de fondo la Buena Nueva, que implica el juicio final de los vivos y de los muertos.
34.2.-   Así, la expresión más sólita de la ignorancia del vulgo es la vanidad, que es el amor de sí y el desprecio a las cosas del espíritu, y de las cosas de Dios. El pecado se manifiesta entonces en las obras de la carne, que va de la fornicación y el libertinaje a la pereza y la molicie, pero va corriendo hacia los pecados del espíritu –siendo el mayor de todos esa como exacerbación intelectual de la envidia llamada soberbia. El pecado mortal se reconoce así porque destruye la caridad en el corazón del hombre, mostrando con ello que no hay vida en aquella persona. El pecado puede verse entonces como un verdadero atentado a la solidaridad humana, siendo el fruto negro de la ignorancia un desorden o desequilibrio moral que implica una cierta desolidarización con los próximos y cercanos, una especie de pecado o falta social asociado a la complicidad con otros en el mal, que lleva a la ocultación de la mentira, a la violencia e imposición social o a los pactos de la concupiscencia.
   Ignorancia del pecado, es cierto, cuya naturaleza propia es la de estar premiado –pero ser castigo, pues es pérdida de la pureza, de la luz, mancha que encadena a la opacidad y a la luz negra de la desesperación, que es la entrada en la caverna platónica, donde no se ven las cosas, sino siluetas adormecidas de las cosas diluidas entre sombras. También pérdida de la gravedad del espíritu, insoportable levedad del ser, que al perder contacto, al romper las raíces con las formas y arquetipos que por medio del intelecto nos mantienen unidos al cielo –pues el hombre es como un árbol invertido, cuyas raíces se levantan hacia arriba-, queda suelto y a la deriva en el mundo de las cosas fugitivas.   
 34.3.-  Su camino, nadie lo ignora, es el del error, cuyo fruto amargo es la barbarie. Su síntoma inmediato: no reconocer la verdadera lengua (ser un mleccha: tartamudear en sánscrito), lo cual consiste no tanto en no tener Ley, sino en no entenderla, presentando por tanto como salvaje, como fiera, como incivilizado –en cierto modo como inhumano por carente de “religión”, de normas sagradas, siendo así su comparente no tanto carente de coherencia, sino de reflexión, pues el bárbaro, el vulgo en una palabra, no tiene entonces manera de representarse su actuar, que es otra manera de decir que no sabe vivir según los símbolos (aunque es cierto que tal ceguera para símbolos, y que tal sordera para las normas pudiera agregarse, puede deberse a un defecto de quien está ante el símbolo o la norma; puede deberse también a los defectos de los símbolos mismos, cuya causa estaría en los hombres que los instituyeron, deformándolos o pervirtiéndolos, es decir, por una especie de demencia social que ha enfermado a los símbolos, pues la civilización no sólo instituye los símbolos, sino que en parte también los pervierte, por caso en la civilización moderna por el afán desmedido de novedades). La barbarie pude verse así como una carencia o falta de tradición –lo que se expresa diciendo que una persona es incapaz de hablar la verdadera lengua, que no puede “conversar”, quedando por tanto fuera de la civilización, mientras que la lengua verdadera sería así el vehículo de la tradición y de la razón.[2]
34.4.-  La mayor barbarie es así la que por vía de una carencia radical de tradición deja intuir simple y claramente la vedad de Dios –también los mandatos divinos de la moralidad. Y es la ignorancia respecto de Dios la falta más notable de las ideologías modernas; ignorancia de Dios que es también una ignorancia respecto de las fuentes de la verdadera libertad. Porque la modernidad misma en su despliegue tiene que trastornar, neutralizando, el concepto mismo de la libertad para desprenderse de su raíz ahincada en la tradición y de la conciencia del pecado, de la falta moral –convirtiendo su concepto en un mero derecho de paso, que ni obliga al sujeto a una norma, ni lo hace responsable de nada, incubando en cambio en el sujeto moderno el chancro de la secresía, el frío corazón del cálculo y de la conveniencia social, y la anemia del confinamiento existencial. La exigencia de una vida más vida y de una libertad más libre son entonces así sus corolarios –donde los conceptos por tanto empiezan a girar sobre sí mismo para despedazarse o engendrar sus contrarios –en una intensidad existencial que, sin embargo, en su hybris o desmesura fáustica, quedando desligada de compromisos ontológicos con lo sobrenatural (metafísica), contrae sin saberlo compromisos de carácter meontológico (ya con la desesperación, con el ansia de la inexistencia, ya con la nada).
   El hombre de la modernidad resulta así como superpuesto al hombre medieval, caracterizado por una libertad más grave y responsable, dando cada vez más la apariencia de la ligereza, de la liviandad y en cuya densa capa tectónica se estratifican progresivamente, no sólo una razón autocontenida y solipsista, sino una vaciamiento de la tradición, cuya ruptura atrae la vida humana hacia las formas de la inconciencia, de la tendencia, del impulso, del mero instinto, en una especie de retrogradación hacia la animalidad o hacia lo demoniaco, lo cual se manifiesta en una angustia estructural, constitutiva del ser humano moderno, siendo en su autolegislación, pero pudiendo en cualquier momento dejar de ser y dejar de ser en lo absoluto. Sus conformaciones sociales son también modificadas y radicalmente, dicho negativamente no siendo ni pudiendo ser comunidades de fe trascendente.
34.5.- El hombre moderno es así el hombre rebelde, rebelde a la tradición, pero también al conocimiento de sí mismo, quien lejos de reconocer una naturaleza humana se da penamente al vértigo de la existencia: a la bonanza de la carne, a la codicia de la ambición materialista y aún a la idolatría.
   Rebeldía y revolución van de la mano: la búsqueda de una moral más permisiva es sólo el primer paso que conduce a la revolución, la cual es un producto de la inconformidad, de la ruptura con la tradición. Porque la inconformidad a fin de cuentas contra lo que lucha es contra la costumbre, contra la conformidad con la norma moral, por lo que hay también en ella un desacuerdo con el origen. Nada más revolucionario que ser hijo de la fortuna, que ser hijo de la ´técnica, que el hombre hijo de sus propias obras, el cual se presenta como un mercenario del cosmos –ajeno a toda legitimidad y aún a toda naturaleza. Pero lo que va contra la tradición, la novedad, la excentricidad, el extremismo, que saca a los hombres de su centro, en experiencias de fuga de sí, es el pecado, es decir, la obra del demonio. Siendo en cambio la auténtica comunidad de una fortaleza contra el demonio, un organismo natural de la conformidad con uno mismo y con la comunidad.
   La obra del demonio, en cambio, es la fascinación, la seducción: es el hechizo de la belleza aliada a la perversidad que hace desaparecer toda religión. La revoluciones, con lo que hay en ellas de histeria colectiva, de desmesura, de deseo ilimitado de poder o de placer, e incluso de soterrada lucha de clases, es lo menos angélico que uno se pueda imaginar. Ninguna revolución, en efecto, es angelical. Su método es el dialéctico; el de la negación y el de la negación de la negación, pues toda afirmación la pone en entredicho guiada por una demoniaca pasión por conocer, convirtiéndolo todo en problema y haciendo de todo un puro objeto intelectual. Su orientación es la de destruir un orden, una religión o una monarquía, las cuales al desplomarse sustituye inmediatamente por otras… de orden marcadamente inferior: a la monarquía sucede la dictadura del proletariado o el imperio de la mediocridad; a las místicas superiores y la metafísica las místicas inferiores, luciferinas, que son sólo simulación y fachada, que imitan vulgarmente la creación el espiritismo, o que rayan en la mistagogía, el misterio de la Atlántica o en el culto a la lucha de clases.  
   Su resultado: un mundo meramente inmanente en donde todo es pura fugacidad o ligera del ser y donde el sentido mismo de la realidad se pierde –pues el mundo del diablolismo, al entrar en la cruda irrealidad del mal, se despide necesariamente de toda realidad, de todo afecto y de toda seguridad. Porque el temperamento revolucionario, como el del espíritu vanguardista que es su correlato estético, es también el ámbito de la excepción y del peligro –donde se corre el peligro de disolver toda realidad y de caer preso en la deslealtad de los sentidos.




[1] Los modelos sociales que procuran la comunión ente los seres humanos quedan así pronto enfangados en un soterrado y oscuro paganismo –lo mismo en la crápula del socialismo oficial que hace del estado un nuevo ídolo (y un nuevo absolutismo), que en el socialismo del orbe estético, cuyos “performativos”, igual que en el socialismo del marketin y del toper were, o que en el agnosticismo perturbado de la pesudo tranza por mencionar sólo algunos ejemplos, realiza apenas una mímica enteramente desangelada de la participación –y de donde se derivaría el fenómeno profetizado para los tiempos últimos de la gran apostasía.
[2] Es importante hacer notar que Yahvé considera a un pueblo “como suyo”, el cual se identifica con Israel, siendo el pueblo elegido, destinado a levantarse sobre las turbulentas aguas del devenir universal y sobre la historia misma, trayendo al mundo justicia y amor; mientras que los otros pueblos, corruptos por el paganismo, vendrían a ser más bien “no-pueblos”, simplemente constituidos por hombres del mundo, es decir: muere; por lo contrario, Israel al tener su punto de apoyo fuera de la historia sería el único pueblo en no disolverse en la historia o en la vida, pues no participa por completo de tal devenir –pues aunque Yahvé amenaza y castiga continuamente al pueblo elegido, no lo abandona nunca, prometiéndole el mensaje divino y al Mesías. En México, por su parte, se registra también esa diferencia; por un lado el pueblo pacífico de los Toltecas, el pueblo de los cantos y las flores ofrecidas a la divinidad, consagrado al culto de Tláloc y Quetzalcóatl; por el otro los pueblos bárbaros o chichimecas, que no entiende la verdadera lengua. 




jueves, 6 de febrero de 2014

VII.- El Secreto… a Voces: Perder el Norte: Socialismo o Pandemónium Por Alberto Espinosa



   Es nuestra época aún tiempos de socialismo, tiempos revolucionarios, en un mundo de crisis y de inconformidad ante los valores desgastados de la tradición, seguidos por hábito en gran número de los casos, pero sostenidos sin fe viva.  El ideal social del altruismo se vuelve así, con demasiada frecuencia, teórico, verbal, meramente retórico, cuando sólo podría ser una realidad inmediata, difundida como por contagio afectivo, de ser inmediato, práctico, eficaz, fundando así en sus mejores sentimientos (llamados tradicionalmente piedad, caridad, altruismo) la cooperación social salvadora y la misma justicia social –dejando de ser entonces un ideal brumoso o una vaga utopía para obedecer a hechos concretos y rigurosos.
  El marxismo, hoy asumido todavía en nuestros países latinoamericanos como una fe irracional e incluso como un dogma que sustituye al religioso, ensaya infatigablemente a su posible profeta y a su carismático sacerdote, que se postulan como las cabezas a ser obedecidas por los rebeldes, cuya inconformidad cambia misteriosamente de signo ante tales presencias para adocenarse en una servidumbre evidentemente rentable. La oposición del marxismo a otras formas sociales de altruismo, particularmente al religioso, cristiano, es así constitutiva, estructural, orgánica, pues su más caro objetivo no es otro que dominar el socialismo, que reinar en la conciencia social. Su fisura, sin embargo, se encuentra en que sus bases o fundamentos metafísicos resultan muy cuestionables, derivándose de todo ello una ética de cargada sin verdadera participación social –al carecer finalmente de religión, de verdad salvadora, de idea del más allá, resultando en último análisis una ética meramente hedonista, del placer y de la libertad vista como un mero derecho de paso para poder atender ese placer, subjetivo, pues, individualista.  
   Su socialismo de grupo es así no íntimo, sino de cargada, político, cerrado por sujeto a las presiones sociales y por tanto al decadentismo e intereses degradados de la época inscrito en tales conformaciones. Así, los sentimientos nobles del altruismo, de la cooperación, de la simpatía y atención al otro, pronto se ven constreñidos por el deber “ser social”, donde se incrustan valores oriundos más bien del narcisismo, del personalismo y de la voluntad de poder, introyectándose entonces en el socialismo el más rampante de los subjetivismos. Porque es así que al espíritu de altruismo, al sentimiento social de cooperación, viene a supeditarse a las alianzas, a los asuntos económico-políticos, a las conveniencias sociales, ligadas todas ellas a las ideologías del progresismo, al modernismo del futursimo y del presentismo, al materialismo de las condiciones de existencia, al gregarismo ateológico del mero existencialismo, al dogmatismo, al proselitismo propagandístico y al adoctrinamiento tecnocrático, desmantelando por tanto toda virtud y sembrando la confusión en las conciencias.
   Los vicios de tales formas de socialismo son patentes: la socialización de la persona al extremo de la enajenación personal, dejando el sujeto incluso de ser individuo; el fenómeno del desconocimiento estimativo y práctico de la persona en cuento tal, en favor todo ello de la estimación de los procedimientos del partido y del escalafón administrativo, ante el que se postra el ser socializado o ante las formas y embudos de la burocracia, y; el establecimiento final de un principio rector basado en la pseudo-filosofía del éxito individual y del triunfo a toda costa, concebidos como una lucha a expensas del prójimo, como algo que nace esencialmente de la ambición personal y del temor a la exclusión, en un abierto predominio del espíritu de competencia.
   Sin embargo, ante los sentimientos sociales auténticos no cabe confusión posible: es el amor fraterno en las relaciones entre individuos y grupos y el desarrollo de los sentimientos de cooperación que, se desentiende de los intereses práctico utilitarios en favor de los ideales humanistas, sido uno de ellos y esencial el de la solidaridad entre las personas tanto en la alegría como aflicción –todo lo cual implica la liberación de los grilletes que nos mantienen atados a los intereses puramente egoístas, hedonistas, para entrar en el ámbito de sentimientos, pensamientos y aspiraciones  de valor suprapersonal, donde se armoniza por tanto la verdad con la justicia y la belleza (religión ilustrada). 



martes, 4 de febrero de 2014

III.- La Filosofía en la Calle: de la Inteligencia y de los Vicios del Alma XXXIII.- Curso de Antropología Filosófica Por Alberto Espinosa




33.1.- Si en algo consiste el pecado es en la transgresión de un orden, en el romper con un límite, en violar una norma de aplicabilidad universal -o en romper o profanar algo sagrado: tanto en el orden de las relaciones sociales del trabajo, de la familia o del matrimonio. La experiencia del pecado, por todos conocida, consiste así en la de ir más allá de algo, siendo en este sentido una verdadera experiencia metafísica: es tocar, es penetrar, o ser penetrado, por el otro lado del espejo. Debilidad del alma que, siendo tentada, succionada por el maligno encanto del mundo, movida por el frenesí de la novedad o del instante, se sumerge en regiones prohibidas o desconocidas, y cuya consecuencia más palpable es el sentimiento, terrible, de la desesperación.
33.2.-  El pecado,  que es el vicio del alma, consiste en instalarse como en el vacío, en la nada o en la indiferencia; llamado estado de vacío neutral donde ni se participa del bien, ni se gusta de la inmortalidad, indiferente a la belleza imperecedera e incomprensible del Bien. Se ignora, así, que el principio del Bien (que es el Padre) es el querer bueno, el querer la existencia libre de todas las cosas, siendo su señal distintiva ser conocido, atrayendo el alma de los hombres para purificarlas y esencializarlas –porque Dios no ignora al hombre, sino que lo conoce bien y quiere ser conocido por él. El conocimiento de Dios, en efecto, es saludable para el hombre y sólo en virtud de tal conocimiento el alma llega a ser buena.   
   Así, la virtud del alma es el conocimiento, porque el que conoce es bueno y piadoso.
   Por lo contrario, el vicio del alma es la ignorancia; una especie de ceguera consistente en ser indiferente al conocimiento de los seres, de la naturaleza y del bien –apertrechada en la ignorancia de Dios (asebia). Ignorante de sí misma, desconociendo su propia naturaleza, el alma se convierte entonces en esclava de sus pasiones, amando más los cuerpos que al espíritu, sufriendo las violentas sacudidas del cuerpo, siendo determinada por sus impulsos orgánicos o llevando el cuerpo como una carga –no pudiendo así gobernarse, sino siendo gobernada (heteronomía de la voluntad y pérdida de la libertad). Porque al ser mancillad por las pasiones del cuerpo el alma es arrastrada hacia abajo y queda separada de su verdadero yo, engendrando el olvido, que la vuelve mala, dejando por tanto de participar de lo bello y de lo bueno.
33.3.- El alma que se separa de sí misma, o que se desconoce a sí misma, a la vez se fuga y se refugia en la mudez o en la vanidad, como una suerte de blindaje y de defensa que, en su extremismo y/o excentricidad, se aferra desesperadamente a la garantía segura de su yo, apertrechada en el cual no reconoce que es presa de los movimientos del alma inferior, ni su propio pecado –ya sea en alardes de cinismo, de narcisismo, de ampulosidad o de orgullo; acuñando así un falso concepto de la libertad, pensada como libertad contractual o como derecho de paso; es decir, como un permiso para pensar o hacer que al ser sancionado desde fuera no implica responsabilidad individual alguna, extendiendo en cambio una carta en blanco a la secrecía; también endureciendo el corazón en el sentido de cerrarlo, para no hablar, para no dar razones de ser –pero a precio de inaugurar con ello la cárcel autocontenida del confinamiento, de la opacidad y la dureza de la orfandad, que busca sólo en la nuda existenciariedad la expansión de su propia voluntad (voluntarismo). Su  contrario es la visión lúcida, la conciencia del propio pecado, el entendimiento de la ley moral y del reconocimiento y arrepentimiento de las faltas, que da como fruto la verdadera libertad, ascendente y responsable.
33.4.- El error estriba en amar el cuerpo, que es el error del amor, del amor terrestre, del eros pandémico, porque entonces el alma permanece en la oscuridad, errante, sufriendo el cuerpo en sus sentidos las cosas de la muerte –pues la fuente de donde procede el cuerpo es la fría humedad, el barro, que es en donde calma su sed la muerte; y es por tal falta que hace errar al amor por lo que los que están en la muerte van hacia la muerte. Es por ello que no oyen al intelecto y la razón por la que el intelecto se aparta de los insensatos, de los malvados, de los viciosos, de los envidiosos, de los codiciosos, de los homicidas e impíos, dejándolos ser atravesados en sus sentidos por el aguijón de fuego del Genio Vengador, que como una llama consume y tortura e impulsa a dirigir el deseo hacia apetencias sin límite, peleando en las tinieblas, sin que nada pueda darle satisfacción, sin poder abandonar por tanto el espíritu de engaño, las ilusiones del deseo, la ostentación del mano con miras ambiciosas, la audacia impía y la temeridad presuntuosa, los apetitos ilícitos que produce la riqueza y la mentira que prepara las trampas.[1]
33.5.- Época de aguda decadencia es la nuestra, en la cual los hombres sufren la carga histórica de la pecaminosidad y su presión generacional, todo lo cual afecta con fenómenos de adulteración a los mismos productos de la cultura, los cuales al perder sus notas esenciales se convierten en subproductos o caricaturas de sí mismos, corrompiendo y afectando todo ello a la cultura misma en su conjunto (la secularización desviada). De tal suerte, la educación y formación del alma humana se convierte en adiestramiento; la libertad en permisión y esclavitud; la utopía en adoctrinamiento; el socialismo en burocratismo; la filosofía en intimidación; el arte en culto a lo feo; la originalidad en uniformidad –en todo lo cual puede verse una retrogradación dl hombre hacia la esclavitud de las pasiones y la animalidad. Y así, por razón del feroz inmanentismo contemporáneo, quedará el hombre viudo de sus dioses, absteniéndose de toda práctica religiosa y de todo acto de piedad, sin que nadie levante ya sus miradas al cielo –prefiriéndose entonces las tinieblas a la luz, tomando al hombre  impío como un sabio, al hombre piadoso como un loco, el loco frenético como un valiente y al peor criminal como un hombre de bien. Crisis contemporánea y nuestra en que el mundo mismo acusa los estragos de la vejez, signado por la irreligión y el inmoralismo, donde la religión del espíritu será vista como pura vanidad y motivo de risa, cundiendo  el desorden y la confusión irracional de todos los bienes y donde el hombre mismo en masa desconocerá su propia naturaleza, dando el espectáculo de seres sacados de su centro, de la enajenación mental y de doblez, en toda una compleja sintomatología plagada de profundos desequilibrios e inequívocos signos de confusión, degeneración, exasperación e insatisfacción, donde el mismo amor natural entre los seres humanos se enfriará y el hombre se encontrará luchando contra partes enfrentadas de sí mismo o desconocerá el centro espiritual de sí mismo debido a su ignorancia de la diferencia  bien y del mal, ceguera no comparable a no poder discernir lo blanco de lo negro o la luz de las tinieblas.
33.6.-   En cambio, el que se reconoce a sí mismo, quien toma el camino del centro, se conocerá como hecho de luz y vida, de alma y entendimiento, comprendiendo la naturaleza de los seres y conociendo la belleza y la bondad de Dios, quien reina en el lugar abierto de la luz serena, en la región sublime. Así, quien va hacia sí mismo va también hacia Dios, hacia la luz y la vida. El fin del hombre que busca el intelecto es reconocerse a sí mismo, y aprender a conocerse como hecho de luz o entendimiento y de alma y vida inmortal. Es por ello que la inteligencia santa (Nous) está con los buenos, puros, misericordiosos y piadosos –siendo propicios al Padre por vía del amor celeste, al que dan gracias por medio de bendiciones e himnos con afecto filial. La inteligencia lleva así en cierto modo a odiar los sentidos, pues al conocer las operaciones de éstos en el cuerpo se llega  a saber que son la fuente de las tentaciones que acosan o asaltan -contando para ello, como de una defensa,  con el Guardián de las Puertas, que cierra la paso a las acciones malas o vergonzosas, ayudando a que las pasiones de los sentidos no consumen sus efectos.
 33.7.-  Para liberarse de la luz negra, de la luz tenebrosa y dejar para siempre el camino de la fuga y del desconocimiento de la propia alma, que es la perdición, no queda más que el arrepentimiento, dejar de entregarse a la muerte dejándose guiar por las palabras que nos hacen ascender hacia el Padre, que son las palabras de la sabiduría eterna que nos encaminan hacia la morada eterna de la vida y hacia la luz que es belleza y bondad a un mismo tiempo. 
  



[1] El hecho de que homosexualidad exista en 450 formas y su rechazo en una sola, sólo prueba la particularidad y el hibridismo del pecado, en contraste con la unicidad y la universalidad del juicio moral  y del concepto. La homosexualidad ha sido una tentación vergonzosa y opaca, oculta, en la sociedad occidental moderna -hasta que llegamos a la desvergonzada posmodernidad y al exhibicionismo contemporáneo, donde abiertamente se pretende vindicar cosas en absoluto carentes de todo valor e incuso premiar el mal, con su consecuente correlato de castigar al bien (en profética sanción de la trasmutación de todos los valores adelantada por Nietzsche). Otras dos figuras arquetípicas del pecado se encuentran en la lujuria y en el latrocinio. Ambas transgresiones muy ligadas al sentido del tacto, que es fenomenológicamente hablando el más rudimentario, el más primitivo de los sentidos. Nada expresa así mejor en concepto de tentación por los espíritus o las fuerzas del mal que esas dos anomalías del sentido del tacto, que es entre los demás sentidos el que inmediatamente se expresa por medio de la proximidad, del contacto. El amante de lo ajeno violenta directamente el orden de la propiedad al agenciarse con un mínimo esfuerzo el trabajo objetivado de una persona, el cual se expresa en alguna pertenencia, sacando de ello una ventaja del todo indebida -máximo cuando su acto no está movido por la extrema necesidad, sino por la ventaja o el abuso (ya sea de fuerza o de confianza). Por su parte, la lujuria, quien no lo sabe, violenta la estructura el orden del afecto mutuo entre las personas, al solicitar a un tercero meter las narices donde no lo llaman, como repito, por un desorden en el sentido del tacto, agravado por involucrar las fibras más sutiles e íntimas de las afectos. No es infrecuente que ambas tentaciones vayan de la mano, dando el tipo psicológico perverso del "tentón" -que vendría a ser, dicho sea a la postre, un caso prístino del hombre tentado, seducido por un más allá espiritual, aunque de orden enteramente malsano y negativo, y que conduce a la postre a la muerte.



Un Hombre; un Cuadro. Sobre JAVIER ARIZABALO Por Alberto Espinosa


Un Cuadro de JAVIER ARIZABALO

   El artista da razón de ser pintando. Sus obras son así argumentos visuales... cuando los tiene. Pensemos en José Clemente Orozco cuando habla, porque la pintura habla, de la justicia, en la Preparatoria de San Ildefonso (para no ir tan lejos como el Palacio de Justicia, cuyos murales están vedados, pues no se reproducen en las nuevas tecnologías, por otra parte). La justicia es arrastrada por un político borracho al lodazal de la juerga. La imagen dista de ser bella, es más bien una sátira, con lo cual nos habla más bien de una verdad que de un concepto estético: es una denuncia de la política nacional y una sangrienta crítica, un poco caricaturesca y un mucho cáustica, de la realidad social mexicana, de su profundo desorden e iniquidad. La pintura es así una crítica mordaz del poder judicial, habla de la corrupción del poder y todo ello es a su vez explicativo de la realidad nacional, de un país dolorido, enviciado, envilecido desde sus cúpulas. Es más un argumento de la verdad que de la belleza, una denuncia de la injusticia tan sólita de la sociedad moderno-contemporánea, pero con ello apunta, por negativamente que sea, a un ideal del bien, a una idea, a un valor restituir y por realizar.
   Algo similar sucede con el conmovedor oleo de Javier Arizabalo, cuyo hiperrealismo no lo vuelca a la unidimensionalidad del estilo, a la planicie fotográfica, sino que expresa con gran sensibilidad el dolor del ser humano desechado, por el rampante desconocimiento práctico de la persona humana que campea en nuestro tiempo de postmodernidad. El oleo nos habla de una sociedad indiferente, por razón de la dictadura del relativismo actual, donde todo se homologa, que igual tira a la basura chamarras de cuero y pantalones de pana que personas, las cuales van a dar al inmenso pudridero de las maravillas obsoletas, y el hombre cosificado, lastimado íntimamente, en su dignidad de persona, a rodar junto con ellas.
   Llama la atención las manos enlazadas del modelo, un inmigrante rumano, como encadenadas, como encandenándolo, por lo que se enfatiza que se trata de un desempleado, de un parado. La mirada y en general la expresión del rostro en su totalidad, dan idea de un sufrimiento que por más que quiere ser reflexivo, por más que profundiza en la propia culpa, en la propia falta, nada ve, nada resuelve, sumiéndose así en un doble desconsuelo. Habría que resaltar en la figura total del cuerpo humano una especie de presión que lo reduce, que lo enjuta, que lo oprime y estruja y lo angustia entero hasta encorvarlo. Ya no se trata de un esclavo que espera los sangrantes púas del feroz latigazo, sino del hombre humillado, excluido, desechado, reducido a mendigar, a medrar, a humillarse, a pedir limosna tal vez. Es la imagen sólita del hombre perdido en la jungla asfáltica de una gran metrópoli, abandonado a su mezquina suerte, a la deriva entre un mar de hombres encerrados, confinados en sí mismos, encerrados dentro de sus peculiares subjetividades, naufragado cada uno y en conjunto en el río más contaminado del mundo: el de las miradas, el río del tedio.
   Es el mundo de la sociedad postmoderna, nuestro mundo, donde el hombre no sólo ha descreído del hombre, del prójimo, sino hasta del destino mismo de la humanidad, que ya no cree en la especie humana como tal y ni propone ni visualiza una patria humana para el hombre. Sociedad dominada por lo numérico abstracto, por la ambición del número , de la cifra, del dígito que aumenta que engorda geométricamente al gran cero; por lo meramente cuantitativo de la vida, pues y su relación con las superficies sensibles, con las positivistas partículas de la impresión retiniana y sensible en general, que sobre ese campo verde de verdura y desnudez estrafalaria se atreve llanamente a desconocer a la persona humana, en un desconocimiento no sólo epistémico, teórico, sino fundamentalmente estimativo y práctico -pero ajena, en cambio, al número absoluto de la persona humana (o divina), que se realizaría en que cada uno sea sí mismo, sin residuos de enajenación, desesperación o desesperanza, y en el contar con uno, con uno u otro, con uno mismo o con el prójimo. Sociedad, pues, donde falla el prójimo, la gente, en una crisis que se expresa en los clamores, sordos, apagados, vencidos, de toda la realidad en torno.
   La obra del artista Javier Arizábalo siente, pero al hacerlo también nos hace sentir, ese desamparo del hombre contemporáneo, solitario, arrojado a su suerte como decimos, constituyendo el retrato una verdadera alegoría de la ceguera humana contemporánea en la sociedad postomodera. La mirada desolada, hueca, del modelo, nos hace sentir así una culpa ácida, ligada acaso al mismo pecado de haber nacido, a una culpa original; manifiesta entonces nuestra fragilidad, nuestra pequeñez. Pero ¿en relación a qué, si Dios ha sido jubilado de la conciencia moderna, si la conciencia moderna consiste muy precisamente en vivir de espaldas a Dios, en… en…. en haberlo matado, en haberle dado muerte con el puño ideicida del materialismo? En relación al hombre mismo, medida ahora de todas las cosas, donde el hombre es presa del hombre, donde el hombre en su mayor número ha sido vencido por la delirante predación de la eficiencia competitiva.
   El cuadro resuelve una imagen que mueve a indignación. No es bello, qué duda cabe, sino expresivo, expresante de un hecho nudo que es más verdadero que bello, que no es bello: de un hecho crudo de nuestra histórica condición humana, de nuestra miseria humana modelado por el tiempo de la postmodernidad. Expresa también la indignidad del modelo, no menos que su estupefacción ante el hecho crudo, nudo, brutal de la vida moderno-contemporánea… y ante el hombre, ante los otros, ante la sociedad misma. Todo lo cual se resuelve en la amargura del hombre moderno, que no tiene más el refugio de la trascendencia, la esperanza en algún dios salvador, redentor, en un más allá, en otra vida, ni tampoco utopía, otro mundo en el cual vivir -viniendo a ser con ello y en todo el hombre del existencialismo, el del ser arrojado ahí, el dashein, el ser que ya no tiene esencia humana, sino sólo historia, y que por tanto viene a ser una y la misma cosa que el ser… para la muerte. Por un lado, el hombre que vive de hecho, desplegándose y a sus anchas alegremente por el campo impoluto de la historia, sin apelar ya a la justificación de ninguna naturaleza, humana o incluso trascendente, ya dentro de la comunidad o de la historia, puramente de hecho, sin razón de ser, a quien le estorba toda esencia y toda naturaleza le parece extraña, odiador de las esencias, pues, y por tanto de la filosofía misma; por el otro lado, el hombre, pasto del hombre, que vive de hecho, frustrado de sus anhelos y aspiraciones, decepcionado de la vida y de su suerte ontológica, sin sentido y sin razón de ser.
   El cuadro así conmueve al espectador al contemplar la imagen del hombre afligido, profundamente acongojado, caduco, confundido hasta la médula, ciego, sin luz interior, y por su expresividad y pertinencia conmueve también nuestra idea de la sociedad global en que vivimos, conmoviendo con ello nuestras certezas sobre la sociedad de beneficio y el mismo ideal de los derechos humanos y de la justicia social, promovidos día con día por los medios masivos de comunicación en la sociedad postmoderna (que poco o nada hablan en cambio de la deuda social, de la hipoteca social que han contraído los hombres de las decisiones y de los privilegios, agravados en sus puestos por esa responsabilidad).
   Arte crítico, es cierto, que busca más la verdad que la belleza, verdades incómodas, punzantes, hirientes, incluso mórbidas –resuelto, sin embargo, en una especie de esteticismo apráctico, y que por ello resulta no más que una expresión más de la decadencia del tiempo, del generalizado caos y periclitar del mundo en torno. Pintura, pues, que perturba al espectador, que nos aflige, que nos preocupa, pero que nada propone como ideal a la bondad –esa forma cumplida, lograda, gloriosa, de la belleza.
Alegoría, pues, del hombre de nuestro tiempo; doblemente ciego, que no ve por donde va o que sabe que es lo mira; donde tanto modelo como espectador están arrojados fuera del centro auténtico de la persona, donde por la vertiginosa circulación de las mercancías, los bienes materiales y sus preciadas satisfacciones los hombres resultan incapacitados congénitamente, culturalmente, para dejar asentar el polvo cósmico nebuloso de las expresiones estéticas en una verdadera constelación de valores, donde no hay centro axiológico, sistema solar de valores, y donde el artista es sólo un intermediario más, sujeto a las especulaciones y tiranías del mercado, en esa rueda sin fin y sin sentido de las exhorbitaciones colectivas del consumo –en las variopintas e innúmeras formas de sus ídolos de barro, de riqueza, de poder, de placer efímero.
El cuadro de Arizabalo no explica nada, en cambio muestra, es una evidencia –de nuestro tiempo, del artista, de nosotros como contempladores. Pero aún así nos habla: habla del desconocimiento de la persona humana, no sólo en el sentido de no tener, ni querer tener nociones adecuadas de la persona, sino de su abierto desconocimiento, estimativo y práctico; también del arte como refugio, como un contraveneno que nos permite mirar e incluso admirar esa realidad, pero ya en un sentido no solamente apráctico, sino incluso mórbido de la expresión, que nos conmueve, es verdad, pero que a la vez sacraliza las formas simbólicas socialmente aceptadas de agresión al prójimo, que van de la soterrada burla, a la intimidación, pasando por el omnipresente chantaje.
   Ante todo lo cual la estética de las vanguardias modernas y sus estrambóticos refosiles conceptuales y realizativos circenses no sólo no explica, sino que tiene que ser explicado, pues no ha hecho sino inventar, muy a lo conceptualmente y a su subjetivísima manera, un endeble asidero: el de la “belleza convulsiva”. Una belleza degradada, pues, más una mera frivolidad que cualquier otra cosa, que aparejada, uncida al yugo de una verdad menor y sobre ello morbosa, envilecida, y de una bondad cercana al de insolentes fariseos que, escandalizados por el mosquito que cuelan, dejan pasar alegremente al camello, conforman malamente el mundo existencial de ese ser ahí, al que tal vez ya no se le pueda llamar hombre, dispensado de toda moral, de toda filosofía y hasta de toda estética.
   Porque no todo el arte tiene la intención ni de explicar ni de poder ser explicado. Ya el joven Picasso decía que el arte no era sino una cuestión de gusto, de mero gusto, como sucede con las almejas, que él no entendía, pero que… sin duda le gustaban -el joven y eterno de Picasso,… el viejo Picasso.

lunes, 29 de abril de 2013

JAVIER ARIZABALO, OLEO sobre lienzo, 65x81cm
MODELO, Nedelku-Marian



sábado, 1 de febrero de 2014

II.- La Filosofía en la Calle: Mística de la Luz… o de las Tinieblas XXXII.- Curso de Antropología Filosófica Por Alberto Espinosa


II.- La Filosofía en la Calle: Mística de la Luz… o de  las Tinieblas
Por Alberto Espinosa

32.1.- Principio de la libertad es, pues, tener conciencia del pecado, de la falta, de la culpa, dominando la parte del alma humana (alma inferior) que se dirige hacia la muerte, en complicidad o engañada por la luz negra o por las formas irracionales que la esclavizan, que la vencen o que la sumen en un estado de letargo, y que son: el engaño de las falsas doctrinas, el error o la ignorancia.[1]
32.2.- Es por ello que la conciencia del pecado y la conciencia de sí resultan una acción liberadora –guiadas por espíritu de la luz y de la vida, que es el amor; es decir,  o por la búsqueda del espíritu inmortal o de Dios; o de las formas inmateriales por medio de la inteligencia (nous) –reveladoras ambas el camino del centro del alma humana. Sin embargo, al principio de conocimiento, de conciencia, se opone un principio de ignorancia (ya de cuño positivista, ya  ligado al ateísmo lo mismo que la indiferencia en materia de religión), que o se aleja de las cosas divinas (asebia) o emprende una guerra soterrada contra todo lo espiritual en el hombre. 
32.3.- Tener intelecto, conocerse a sí mismo, equivale por tanto a tener mente y a volver a la vida –siendo así los hombres buenos, puros, honestos, compresivos y piadosos; comportándose como tiernos hermanos y descubriendo al Padre (la Verdad Absoluta), rindiéndole alabanzas, venerándolo y apaciguándolo con hermosos himnos en acción de gracias. Refrenando con ello la naturaleza irracional del hombre: la agresividad y las fantasías de los deseos, las obras de la carne y las violencias del cuerpo. Porque las almas impías no puede ser sino insensatas, malas, perversas, arrogantes, impías, envidiosas y asesinas. En efecto, la naturaleza irracional del hombre conjuga la agresividad del deseo con la industriosa para el mal, pariendo así el fraude, la ostentación del mundo o ambición, la presuntuosa temeridad o la osadía profana, las ansias perversas de riquezas y la tramposa mentira.
32.4.- El camino del error no es así otro que sendero de la muerte y el de la convivencia con la ignorancia o el sueño irracional, que hechiza a los hombres que van por la vida sin reflexionar, o cuyo espíritu está vagando o que va dormido, quedando así lejos del poder de la inmortalidad y del soplo de la verdad. Grande poder es el del pecado, que encadena, pues como dice el Apóstol Pablo, nos fuerza a hacer lo que no queremos, menguando en cambio la fuerza de hacer lo que queremos, que es justamente la tentación, con lo que ella tiene de fascinación y de parálisis (el nudo), de cuyo poder sólo puede ayudar a liberarnos, a desatarnos, la fuerza divina.[2] El pecado puede así definirse como la preferencia por las tinieblas y el desprecio de la luz.[3]
   El error consiste así en que cada uno es tentado, atraído, cebado, arrastrado seducido por su propia concupiscencia que una vez concebida pare el pecado que una vez consumado o cumplido engendra la muerte. Mientras que por lo contrario, la libertad engendrada por la ley perfecta, dada por la ley regia (ley de la libertad), de perseverar en ella, abole la esclavitud del pecado: haciendo buenas obras, guardándose sin mancha del mundo, visitando a las viudas y a los huérfanos en sus tribulaciones y no engañando al corazón (la religión pura).   Así, la tentación del pecado es vista también como una prueba, pues el pecado procede del interior del hombre, coronando su estado con la muerte el que se deja arrastrar por el mal; siendo en cambio feliz el hombre que soporta la prueba. La imagen, así, de la libertad ascendente, es la de una ascensión difícil y peligrosa por los peligros que enfrenta el alma en su pelea con los deseos del cuerpo y las fantasías de la mente, fuentes de posibles males y peligros. La ley regia es así la Palabra de la Verdad, el conjunto de mandamientos y de revelaciones por medio de las cuales, con atención firme, podemos liberarnos de pecado. Alcanzar la ley perfecta de la libertad aplicándola, cumpliéndola, practícandola, pues, huyendo de la corrupción que hay en el mundo por la concupiscencia y de la ceguera de los hombres olvidados de la purificación por sus antiguos pecados, liberándonos así del pecado para ser felices –pues en la Palabra nos vemos como en un espejo, sin olvidarnos de cómo somos, poniendo freno a la propia lengua y sin engañar al propio corazón (Mt. 5.17; Jn. 13.17).[4] Pero la ley es rigurosa, pues quien falta a un precepto se hace reo de todos o inmisericorde; mientras que la verdadera sabiduría, que viene de lo alto, se caracteriza por ser mansa, indulgente, pura, pacífica, dócil, llena de misericordia y de buenos frutos, imparcial, sin hipocresía y sobreabundante en paz.[5]
32.5.- No queda así sino volver al examen de la doble naturaleza del hombre y de su razón, por la que tradicionalmente se le ha definido. Porque en el hombre se da una doble naturaleza: mortal y espiritual o divina. Mezcla de un cuerpo material y mortal y de un espíritu etéreo que tiende hacia Dios, pues el hombre está unido Él por vínculos de parentesco.
   De acuerdo con el hermetismo clásico, la materia (hylé) al ser capaz de engendrarlo todo, es capaz también de engendrar el mal. El hombre del pecado, al estar atado a la parte inferior del alma, se infectaría así de las partes males de la materia o de sus impulsos y tendencias concupiscentes y pecaminosas, hinchándose de venenos e hiriendo al alma con pecados imborrables que al alargarse por mucho tiempo adquieren más fuerza cada vez –alejándose así de la razón, de la ciencia y del intelecto (nous o pneuma), ya sea por ignorancia, ya sea por impericia, ligando así a los hombres a la vulgaridad, a la gran mayoría de hombres donde reina la malicia. Siendo el remedio al pecado la ciencia y el conocimiento del bien (ética): contemplar el plan divino, de acuerdo al cual ha creado el mundo y al inteligencia, menospreciado los vicios de todo lo que es materia, y poner remedio a ellos por vía de la humildad de su reconocimiento, del arrepentimiento y su muchas veces dolorosa expiación; también mediante el adorar piadosamente a Dios en la santidad de su espíritu –para que así los dioses velen en lo alto con piadoso amor sobre los asuntos humanos, teniéndolos bajo su custodia.
   La explicación tradicional de todo ello es que el hombre fue creado de la parte no pura de la naturaleza, estando los vicios de la materia firmemente arraigados en los cuerpos de los hombres –por lo que también se dice que el hombre está hecho de mala madera-, a lo que habría que agregar los vicios propios del alimento y las bebidas. Así, los bajos deseos de la concupiscencia y demás vicios del alma, encontrarían su depósito o reservorio en el corazón humano, que es de donde nace la avaricia, la mezquindad, la envidia, los celos, la hipocresía y la malicia. Así, el corazón humano es representado como una higuera que no produce higos, como una vid que no produce uvas, como un olivo que no da aceitunas; que da una agua amarga o que es salada, producto de la sabiduría natural, tenebrosa y demoniaca, o de la envidia, que miente contra la verdad, o de la jactanciosa ambición, que engendra las fanfarronerías y las balandronadas y donde hay descontento y toda clase de maldad. Corazones negros, pues, que no pueden sino engendrar guerras, contiendas discordias, deseos de placeres luchando contra si en los miembros; codicias por no poseer; envidas por no poder; adulterios por su amistad con el mundo; soberbia por su enemistad con Dios.   
   Reconociendo que el hombre es radicalmente pecador (Rm. 1. 16-18; Ga. 3.22), hay que asentar también que los grandes engaños o errores del alma en la vida serían los vicios, los placeres perjudiciales, la envidia, el resentimiento que invierte los valores, prohijados por no reconocer la parte divina que hay en el hombre en su nuda esistenciariedad, o al tomar su esencia como pura historicidad, como pura temporalidad vaciada de esencia; es decir; postulando al hombre como un ser para la muerte.
32.6.- La parte positiva del conocimiento de la verdad radica, por su parte, en el elemento espiritual, sobrenatural y divino, cuya ciencia consiste en el desarrollo del logos (palabra, razón) y de la inteligencia (del nous o soplo), gracias a los cuales el hombre pude rechazar lejos de sí los vicios inherentes al cuerpo –guiado por la buena voluntad y el impulso ascendente de tender hacia las regiones celes del alma. En tal ciencia se registra, necesariamente, un proceso de purificación, cuyo fin es el logro del alma piadosa que sólo se logra rechazando las tinieblas del cuerpo y purificando la luz del espíritu para elegir la vida mejor que la muerte. Porque el hombre, luego de experimentar el pecado, tiene el poder de arrojar de su alma las tinieblas del error y adquirir la luz de la verdad –donde radica la firme esperanza de la inmortalidad.    
32.7.- Más allá del problema de si el origen del mal se debe a las impurezas inherentes de la materia o a la intervención de un demiurgo malvado, toca ahora hablar del problema que plantea el libre albedrío en su relación a la Gracia divina. Puede decirse que, superando la antigua querella, el libre albedrio se corresponde enteramente con la Gracia divina. La Gracia consiste, efectivamente, en que Dios escoge a los suyos, es decir, que elige a los hombres que desean la salvación –pues es la Gracia la virtud divina potente para dar la vida, la salvación, la eternidad a los hombres –o de retirarla, dando con ello la muerte, la condenación eterna y la perdición. Sin embargo, no quiere decir ello que el libre albedrio se oponga a la Gracia; sino, como repito, que se corresponde a ella, pues Dios no está solo para escoger entre los hombres, sino que el hombre también escoge libremente entre la vida eterna y la muerte, escogiendo así la suerte que desea para su alma. Lo sorprendente en todo caso así no es que Dios pueda decidir sobre la eternidad de unos y la perdición de otros sino que haya hombres que libremente disponen de sí para elegir la muerte.



[1] La doctrina moderna del amor libre o e la “biofilia”, es sólo libre de responsabilidad, por lo que es menos libre de todos  y el más engañoso, pues es sostenida por hombres que prometiendo libertad son esclavos de pecado, dejando arrastra a las almas débiles por la concupiscencia o por la tentación no de los cuerpos, dando como resultado las triste figuras conjugadas del engañador y del libertino, del adúltero o del fornicario, cuyos corazones están ejercitados en la codicia (2a Epístola de Pedro. 2.19 y sig.). Hijos de maldición, pues, cuya felicidad es la oscuridad de las tinieblas, siendo por tanto herejes, infames, disolutos, impíos, entretenidos en obras inicuas. Ver Números 22.5. Engañadores que introducen encubiertamente herejías de perdición y por tanto herejes, pues, en una palabra, que llevando los ojos llenos de adulterio, contumaces de inmundicia,  prometen una falsa libertad para liberarse de la ley moral y de sus exigencias, siendo por tanto esclavos de corrupción, pues quedan esclavos de aquello que los vence, atrapados por la impureza del mundo.
[2] Se trataría así del conocimiento del verdadero valor del alma y de los misterios de Dios –Padre y poder supremo que en su plenitud se deja conocer y es conocido por los suyos, que es Padre de la totalidad, cuya voluntad se cumple en sus propias potencias, que fundó a todas las criaturas por su nombre, cuya imagen se nos ofrece en la entera naturaleza (aunque esa misma naturaleza no puede reproducir su forma), poderosísimo más que todas las potencias, superior a cualquier superexcelencia y mejor que todas las alabanzas; santo, santo, santo e indefinible, incomprensible, nombrado sólo por el silencio reverente. Dios ha sido así comparado por el hermetismo como el sol en el cielo, dispensador de todos los bienes.  
[3] En efecto, está prescrito que quienes perseveren en el pecado no heredarán el reino de Dios. Porque el pecado pude verse como rebelión y desobediencia de Dios, es decir, como una ofensa a Dios (Salmo 51.6)o como vanidad: como amor de sí y desprecio de Dios. Por lo quienes insisten en las obras de la carne no heredarán el reino de Dios: es decir, la fornicación, la impureza, el libertinaje, la idolatría, la hechicería, los odios, las discordias, los celos, las iras, las rencillas, las divisiones, las disensiones y envidias, las embriagueces y las orgías (Ga. 5.19; Rm. 1.28; ICo. 6,9; Ef. 5.3; Col. 3.5: ITm. 1.9; 2Tm. 3.2). El pecado puede definirse así como la palabra, acto o deseo contrarios a la ley de Dios. .
[4] Respecto a la lengua se ha dicho que es como el gobernalle de un barco, difícil de controlar, pues todos caemos muchas veces al hablar por no refrenar la lengua que gobierna al cuerpo; porque la lengua es como el fuego donde se aloja un mundo de iniquidad y contamina todo el cuerpo al ser encendida por el Gehena, pudiendo prender fuego a la rueda de la vida (al mundo creado). Nadie ha podido domar la lengua, se dice también, pues es un mal turbulento lleno de veneno mortífero. También que de lo que mana el corazón habla la lengua.
[5] Las virtudes de la fe serían así la creencia, la templanza, el temor de Dios, el amor fraterno y la caridad.