viernes, 24 de enero de 2014

La Filosofía en la Calle: de la Verdad del Pecado XXXI.- Curso de Antropología Filosófica Por Alberto Espinosa

La Filosofía en la Calle: de la Verdad del Pecado



 “La culpa que no se sabe culpa fue nuestra culpa mayor.”
Octavio Paz
31.0.- Retomando el curso interrumpido en noviembre del año pasado, lo primero que hay que decir es que la educación, formadora del hombre, es un proceso permanente, que no termina sino con el fin de la persona. La educación se ha definido así por ser el proceso de transmisión de una tradición y una cultura, de una visión del mundo finalmente, de una generación a otra -pero las culturas, en sentido antropológico, se modulan local, regionalmente; la educación consiste así en la familiarización, asimilicación y, en sus estratos más elevados, en la recreación de esos contenidos de la cultura y de la tradición -que sería propiamente la obra de los artistas, de los creadores.[1]   La educación, sin embargo, se puede definir también como el ser el órgano social formador del hombre -porque el hombre no es un ente de ser dado, sino un ente de ser "que hacerse", por medio precisamente de la educación. Es decir, el hombre es el animal que se educa, que se forma, en el sentido de la cultura ánimi, formadora del alma humana. En efecto, el hombre es el animal, también puede decirse, que se humaniza -porque nace en la naturaleza, y tiene una parte animal, pero no nace hombre... sino que tiene que adoptar los contenidos y formas de una cultura para poder entrar , para abrirse al mundo del sentido, al mundo propiamente humano (por más que quepa también enajenarse en esos contenidos, “academizarse, encerrándose como en una torre de marfil en un formalismo sin contenido humano efectivamente activo). Cosa a la que atender en una edad, valga la pena destacarlo, en que el hombre amenaza con retrogradar, para convertirse en ente de ser dado, absorbido por su animal... o tragado por su demonio.
31.1- Pero si el hombre está acosado por las fuerzas ocultas del animal y el demonio presentes en su naturaleza, también es cierto que en el centro de su ser late íntegra su vida, como la de un dios interno, plena de verdad y de belleza. La ignorancia respecto a la situación y el valor del alma humana es la  causa de innúmeros sufrimientos, tanto de la persona como de quienes la rodean.  Se trata de una absurda amnesia causante del desastre del hombre, que o ya no se acuerda d la verdad, que ya no reconoce en su alma como entidad ontológica, o que ha olvidado su propio centro: que toda alma es libre, absolutamente autónoma, porque el hombre es libre de espíritu. La capacidad de reconocer la verdad y de acordarse de su alma, sin embargo, forma la parte central de su ser –siendo la tarea propia de la metafísica descubrir ese centro, sagrado, del hombre.
   Porque en el centro del alma humana se reconoce la existencia de un principio moral absoluto e inmutable –puesto en riesgo por el relativismo del historicismo contemporáneo no menos que por el escepticismo generalizado; riesgo de gravedad respecto de los valores, que al corroerlos conlleva a una crisis de los valores políticos-morales no menos que de los religiosos que amenazan los cimientos del edificio social.
   Así lo reconoció Sócrates en la antigüedad a través del método de la Mayéutica y del conocimiento de sí mismo y de la disciplina de las facultades del alma, pues el valor inapreciable del alma está ligado a ser ella fuente de conocimiento –de donde se deriva la absoluta prioridad de cuidar el alma propia, motivo que se reconoce plenamente en el cristianismo: la necesidad de cuidar ella evitando la malicia y el engaño, el fingimiento, la envidia y las palabras impuras, huyendo especialmente de la concupiscencia, de los deseos carnales que batallan contra el alma,  y de la corrupción que hay en el mundo, procurando así un limpio entendimiento alejado de la ignorancia (Ia y IIa Epístola de San Pedro. Gg. 2 y 3).
   Platón consideró también que es el alma la cosa más valiosa, pues pertenece al mundo ideal y eterno. La doctrina de la rememoración (anamnesis) y de la trasmigración de las almas llevan así a la idea de que conocer equivale a recordar; que entre dos existencias terrenas el alma contempla las ideas y participa del conocimiento puro y perfecto, pero que al reencarnarse el alma bebe aguas del olvido, del río del Leteo, perdiendo ese conocimiento prístino, pero permaneciendo latente en el hombre encarnado, siendo esencial labor de la filosofía actualizarlo.[2] Se trataría de una labor en la que el alma se repliega sobre sí misma mediante de una especie de “vuelta atrás”, para reencontrar y recuperar el conocimiento original que poseía, liberándose así de las pasiones del cuerpo y poder entrar en contacto nuevamente con el mundo de las ideas –concibiéndose así el alma humana como una sustancia volátil, semejante a un pájaro, cuyo vuelo simboliza a la inteligencia y el conocimiento profundo de las verdades metafísicas.
31.2.- De ahí que el trabajo filosófico sea esencialmente el de la búsqueda de la verdad y el del conocimiento de uno mismo. No otra cosa dice San Juan en su Evangelio: “Y conocereís la verdad, y la verdad os hará libres.” (San Juan, 8.32) Y poco después agrega: “De cierto os digo que todo aquel que hace pecado es siervo del pecado.” (San Juan, 8. 34) Se trata, así, de tener conciencia del pecado, que es el conocimiento de la parte negativa de la verdad, o del obstáculo que encuentra la verdad para su plena manifestación, de lo contrario a la verdad, que libera, pues el pecado esclaviza. Así, para ser verdaderamente libres hay que romper los grilletes del pecado –que es cosa del diablo, para la concepción cristiana, pues fue él quien no prevaleció en la verdad, siendo el padre de la mentira y no habiendo por tanto verdad en él; contaminado con ello al mundo, pues todo lo que hay en el mundo es concupiscencia de la carne y codicia de los ojos y soberbia de la vida; por lo que el conocimiento de la buena conciencia implica no vivir según el mundo, según las concupiscencias de la carne, en lujurias, embriagueces, glotonerías e idolatrías, sino según la voluntad de Dios plasmada en sus mandamientos, teniendo ferviente caridad, viviendo en oración, siendo amables, templados y hospitalarios, teniendo amor al hermano y haciendo justicia.
   La misma noción se vuelve a repetir en San Pedro, cuando al referirse a los engañadores y burladores concupiscentes que han de venir en los últimos tiempos prometen libertad siendo ellos mismos siervos de corrupción: “Porque es de alguno vencido está sujeto a servidumbre del que lo venció.” (IIa Epístola de San Pedro, 2.19) Se trata, en efecto de los engañadores que al introducir encubiertamente herejías de perdición cusan que el camino de la verdad sea blasfemada, pues muchos seguirán sus perdiciones (Ibíd. 2.2). Se trataría, así de una ignorancia respecto de la verdad, especialmente sobre la naturaleza de Dios (acebia) y de la situación que guarda la propia alma respecto de su propio centro –todo lo cual se expresaría bajo un terrible complejo, hoy en día vuelto una especie de locura cultivada, que se refugia en  la vanidad, en la ligereza y el olvido, que introduce un profundo desequilibrio u oscilación en la persona que lleva a la doblez, al doble ánimo y a la inconstancia del espíritu dubitativo.
   Por un lado pérdida de espíritu o de gravedad, que al refugiarse en la vanidad o en lo más superficial e inmediato tiende como su correlato una tendencia impulsiva y hacia la ligereza del predominio de lo instintivo en el comportamiento, hacia la vulgarización de modos y maneras por tanto, que lleva así a la falta de desarrollo emocional e incluso a endurecer los sentimientos, restringiendo tanto el amor natural ente los hombres, como los sentimientos sociales y altruistas de la persona, preocupadada sólo en su propio beneficio, incoando el mal del gregarismo ciego o del iridiscente narcisismo en la persona que, al negarse a “mirar atrás”, al estar “echada para adelante”, tiende olvidar de que piedra fue desprendida, de que altura ha caído, resolviéndose tales actitudes incluso en una postmodernamente generalización en pro de una violenta voluntad de olvido y desaforado afán de instantaneidad, que busca sólo o los “placeres del día” o las oportunidades del presentismo para figurar o hacerse valer.
31.3.- Parece imposible explicar el mal en el mundo si no es por la presencia del demonio en él, que es un espíritu engañador, tentador, y padre de la mentira (lo cual se expresa en el poderoso mito de la tradición según la cual hubo un combate en el cielo entre los ángeles, donde el demonio, la serpiente antigua, no pudo prevalecer, siendo precipitado con un tercio de los ángeles, los ángeles rebeldes, a la tierra).[3] Envidioso del destino del ser humano el espíritu de las tinieblas es también quien intenta cortar las alas de la espiritualidad en el hombre (Saturno), ya obstaculizando su camino, ya mediante la tentación.  Así, el hombre rebelde que participa de la mentira (del error), comunica con sus malas obras con el espíritu del mal, siendo en tal caso su rehén, emprendiendo de tal modo el camino de Caín.
   Hay así en la esencia de la religiosidad una mística alada y de la luz, fundada en la imagen  del viaje ascensorial hacia la luz, que supera las tinieblas, el barro y la herrumbre del pecado con que está contaminado el mundo. Su base es separarse del alma inferior, alejándose de la concupiscencia de la carne y la codicia de los ojos, para desarrollar la “flor de oro” que hay en el del alma superior. Es por ello dice Lucas en su Evangelio: “La luz de tu cuerpo es el ojo: si fueres sencillo también todo tu cuerpo será resplandeciente; más si fuere malo, también tu cuerpo será tenebroso. Mira pues que la luz que hay en ti no sea tinieblas. Así que siendo todo tu cuerpo resplandeciente, no teniendo alguna parte de tiniebla, será todo luciente como cuando una luz de resplandor te alumbra.” (Lucas, 11. 34 a 36.) Dicho todo ello frente a los fariseos, a los escribas y a los maestros de la ley, que son como vasos y platos limpios, pero dentro de ellos son como sepulcros que no perecen, como sepulcros blanqueados llenos de rapiña y de maldad, pues teniendo las llaves de la ciencia, ni entran al palacio de la luz e impiden a otros entrar.[4]
.  La historia bíblica de Caín y Abel es el relato mítico de como el pecado, de cómo el mal entró al mundo por la puerta de la envidia y de los celos, entrando con ellos todas las cosas que destruyen a la comunidad: la competencia, la rivalidad, la división y las murmuraciones. Pues los celos y la envidia engordan al gusano de la amargura en el hombre, que hace desaparecer la alegría, el deseo del canto y de la alabanza, engendrando tristeza y resentimiento en el corazón del hermano que por celos llega a intentar humillar a su hermano por medio de la murmuración, para degradarlo y estar más alto que él, incoando así en su alma la semilla venosa del odio: el deseo inconsciente de la ausencia, de la aniquilación del otro –que tal es el sentimiento del odio: el deseo la aniquilación in corde, pero también in mente, de la otra persona. Envidia de los ojos, celos, pues, de la mirada, que engendra la luz negra del odio en el corazón del hombre. 
   Si algo es el pecado eso es la trasgresión de la ley –de los mandatos de la divinidad, que es una ley de amor, hay que agregar, pues Dios es amor, no menos que justicia. La ley de amor, de amar no de palabra y lenguaje sino de obra y verdad. Por ello mismo todo aquel que comete iniquidad, que no hace justicia, está en pecado, pues niega el espíritu de la verdad. Quien comete injustica peca, y  no vive en la luz, sino que  anda en tinieblas, como un ciego que no sabe a dónde va –negando por tanto a Dios, pues Dios es luz y no hay tinieblas en él. De acuerdo con la mística de la luz quien anda en la luz es que anda en comunión con Dios. El que anda en pecado, en cambio, va con el diablo y por tanto tampoco no conoce a Dios –o no prevalecen en Cristo., y tales son los cainitas, que ni hacen justicia, ni aman a su hermano, estando presos del espíritu del error, no prestando oídos a las cosas de la luz, a las cosas de Dios. Pero quien es de Dios procura limpiarse de pecado, de estar en comunión unos con otros al unísono del mismo espíritu de verdad, sin disputas ni rivalidades, sin fingimientos ni hipocresías, confesándose unos a otros sus pecados con arrepentimiento y guardando los mandamientos –no amando al mundo ni venerando al maligno, lejos de las soberbias de la vida, de las concupiscencias de la carne y de la codicia de los ojos.
   Por su parte a la codicia y concupiscencia de los ojos, al deseo cíclope de tener lo que es de otro, va asociado así no sólo al resentimiento y a la inversión de los valores, a la acción guerrera soterrada de la murmuración y a la violencia, a la lucha, sino también a la concupiscencia de la carne –siendo así distinguidos por sus malas obras y por ser infieles al camino de la verdad, siendo como árboles que no dan fruto a su tiempo, como nubes sin agua, como estrellas errantes destinadas a perderse en la más negra oscuridad. La historia de los ángeles rebeldes es aleccionadora en este sentido, pues se aplica a los que van desenfrenados en pos de la carne, a los adúlteros, afeminados y fornicarios: son los demonios, quienes no guardaron sus orígenes sino que negaron a Dios… y que Dios no perdonó, pues tales ángeles habían pecado, sino que los despeñó en el Tártaro sujetándolos con cadenas de oscuridad y los entregó para ser reservados en prisiones eternas para el día del juicio y la venganza del fuego eterno.[5] Así también los impíos, los inicuos, que son murmuradores, querellosos, ejercitados en codicias, que hablan cosas soberbias y andan según sus propios deseos y concupiscencias, alabando a personas por amor al provecho –separándose a sí mismos por no atender al espíritu y sin conocer el gozo de andar en la verdad, que andan en el error por haber abandonado el camino recto. Que en los tiempos finales irán además engañando a muchos, que seguirán sus perdiciones -por lo que el camino de la verdad será blasfemado.
   Caminos de la ignorancia, pues, frecuentados por los desobedientes, por los rebeldes que se empecinan en  no apartarse del mal, que no hacen el bien ni buscan la paz ni aman a su hermano –que andan así en las tinieblas, que les ha cegado los ojos. Por lo contrario, el que ama a su hermano es luz, y Dios es luz, y el que viene a arrepentimiento oye las palabras de Dios se ve libre de pecado, pudiendo así realizar sin trabas la esencia de la naturaleza humana y los fines últimos de la humanidad –lejos de ser frustrado por concepciones erróneas, por herejías, por fantasías escapistas, por las terribles ideologías políticas o las presiones sociales.
31.4.- Así, reconocer la visión de la realidad del pecado pude ser de hecho liberadora, pues justamente tiene como propósito hacernos conscientes de la esclavitud a la que somete a la persona; siendo por tanto un concepto que usado como herramienta hermenéutica del conocimiento de la propia persona, de la situación en que se encuentra la propia alma individual, volviéndose así consciente de su caída, también del mal que ha hecho y que se ha hecho en su camino.
   La liberación estriba en asumir la culpa, en asumirse uno como responsable del mal, de donde se deriva el consecuente arrepentimiento, el cato contrición, de expiación de la falta, por medio del sufrimiento, dándose así superación por tanto de los remordimientos de conciencia y finalmente la salida de las tinieblas en que se haya hundida el alma –donde la aflicción toma la veces del fuego purificador, que es la expiación de las adherencias de herrumbre contraídas por el pecado en de la caverna. Proceso de expiación de la culpa, es verdad, por medio de la reflexión, de la contrición, que a la vez que asume la desgracia como algo personal, la supera, no quedándose perpetuamente en el arrepentimiento, sino saliendo de él por virtud de la gracia liberadora, por medio de la obediencia al orden del bien, de la conformidad con la ley, con el mandato, por la armonización de la propia voluntad con la luz que hay en la buena voluntad propia y que es a imagen y semejanza de la de Dios; es decir, acto de conversión y de obediencia.[6]
   Porque el rasgo definitivo de libertad ascendente es ese acto responsable; que responde ante los demás y ante la propia vida reconociendo el error, el mal que hay en las propias faltas, en un proceso de expiación que conduce a la vuelta a la gracia. Porque mientras que somos responsables de nuestra desgracia, en cambio estamos o entramos en gracia, como en un lugar que nos abarca, que nos abraza, que desciende, que nos jala, que desciende, y que nos eleva;  permitiéndonos echar alas para remontarnos, con las fuerzas del alma superior, haca los elevados territorios del espíritu.    
31.5.- Una de las causas de la recesión moral en occidente, del inmoralismo contemporáneo, es una idea irresponsable de la libertad como un mero derecho de paso, como algo que viene de afuera, aunada a la suposición de que el pecado no existe –y por lo tanto sólo hay existencia separada de la esencia propiamente humana, existencia de hecho y sin razón de ser, como si el hombre no tuviera otra esencia que la de su historia, que la de su propia historicidad, la de su propia temporalidad, confundida en muchos de los casos con las mezquinas condiciones materiales de su existencia –pero sujeto en realidad a todo tipo de presiones sociales que terminan por esclavizarlo en un mundo de fugitivas apariencias.
    La cultura de la gente despierta, la cultura universal de las personas que viven extrovertida, en un mismo mundo que le es común, reconoce fundamentalmente ese principio sagrado de la autonomía absoluta del alma humana -frente al resto de las culturas introvertidas, de tipo histórico, subjetivas, proponiendo precisamente contra ellas salir de las apariencias del sueño, del deseo y del oscuro pozo la muerte por la virtud de la conciencia despierta, del amor, de la fuerza afirmativa de la vida y de a valoración ontológica de la propia alma individual –también a la objetividad social de los valores, pues en el país del agua el plomo tiene siempre el mismo sabor. Salir pues de la prisión de la caverna, porque si la libertad es siempre y todo el tiempo comunicativa, la esclavitud del pecado en cambio ata a la mudez, a la evasión, a la incomunicación, a la fuga de sí o al confinamiento y al subjetivismo aberrante a que llevan los malos sentimientos.





[1] Por ejemplo, en la familiarización con un contenido de la cultura, de un signo, un símbolo, el de la Virgen de Guadalupe digamos -que nos hace hijos de una Monarca Celestial a todos los mexicanos, que curó la epidemia del matehuahli en 1737; que fue nombrada Patrona de los mexicanos en 1746 dando unidad a la población en un bloque de creyentes y que es por tanto símbolo de identidad colectiva... contenido, por cierto, en trance de des-asimilación por causa el furioso inmanentismo de la modernidad, causa a su vez de la regresión (místicas inferiores) y perdida de religiosidad en Occidente.
[2] Se trata de una influencia pitagórica, de la concepción de Universo visto en su unidad como un orden inmutable, pues el cosmos está regido por la armonía que rige lo mismo la música que los planteas. Platón derivo de ahí su teoría de las ideas y de los arquetipos inalterables, de los cuales participan las realidades terrenas. Así Platón elaboró una “mitología del alma” recurriendo en efecto a la tradición órfico-pitagórica, abandonando con ello la mitología “clásica” que en un largo proceso de erosión había dejado a los mitos y a los dioses homéricos vaciados de su significación originaria. El alma es así vista por Platón en el Fedro como un cochero que dirige caballos ascendentes (blancos) y descendentes (negros) y  la presenta como “emplumadora”, las alas del alma, que empiezan a crecer cuando el alma contempla la belleza del mundo y se pone a pensar en la belleza en sí (motivo que se repite en el Banquete). La concepción cosmogónica  de Platón culmina en cierto modo con el pitagorismo del Timeo, donde el filósofo dice que el Demiurgo creó tantas almas como estrellas hay en el cielo. Ideas muchas de ellas iguales a las de la ontología arcaica, de los Bedas, del Tao, pero posteriores también, pues están presentes en los neoplatónicos, en los gnósticos y en pos Padres de la Iglesia. Las alas reaparecen también en el mito prehispánico de Quetzalcóatl, la serpiente emplumada, cuyas raíces culturales se a una posible presencia de Santo Tomás en las tierras americanas –tesis sostenida lo mismo por el sacerdote peruano agustino Antonio de Calancha (1584-1654), que por Fray Servando Teresa de Mier (1763-1827) durante el proceso de independencia mexicana. .
[3] Apocalipsis…
[4] La misma idea se repite en la sabiduría tradicional china: el Maestro Siu lo expresa en los siguientes términos: “La esencia y la vida son invisibles; por ello están asociados con el cielo y la luz. El cielo y la luz son invisibles; por ello están asociados con los dos ojos.” I. 2. “Hay también un alma superior, que es donde está oculto el espíritu. El alma superior reside en los ojos durante el día y se aloja en el hígado  durante la noche. Cuando reside en los ojos, ve; cuando se aloja en el hígado, sueña.” I.11. “En la creación original existe la luz positiva, que es lo que gobierna. En el mundo material es el sol; en los seres humanos son los ojos….” III.4. “”Todos los rayos del cuerpo humano fluyen hacia arriba en la apertura del espacio”” III.8. “La claridad del ver y la claridad del oír son una sola y misma claridad.” IV.7 “¿Qué es mirar? Es la luz de los ojos brillando espontáneamente, los ojos que miran hacia adentro y no hacia afuera.” IV.24 “Toda la función se haya en el centro, pero todo el mecanismo se encuentra en los dos ojos. Los dos ojos son como la empuñadura de las estrellas, que gobierna la Creación, y hace funcionar el yin y el yang.” VII.4. Los secretos de la flor de oro. Ed EDAF, España, 2006. Versión de Thomas Cleary.  En la misma dirección se habla de ojo cuando se dice en el Génesis: “Y dijo Dios, Hágase la luz, y la luz se hizo” (Génesis, I.3); y en los Salmos: “La luz se siembra para los justos” Salmo 97: 11. Pues la luz primordial que hizo Dios es la luz del ojo; luz que Dios mostrará a Adán y por medio de la cual pudo ver él el mundo de un extremo a otro; y que le mostró a David, para que diera testimonio de la Bondad de Dios al alcance de aquello que le temen; y es la luz por medio de la cual le reveló a Moisés la tierra de Israel; es también la luz que Dios irradió sobre el mundo de un extremo a otro pero que fue retirada para privar de su goce a los pecadores del mundo, quedando a buen recaudo para los justos, reservada para el mundo futuro y en donde todos se unirán en uno solo. El Zohar. El libro del esplendor. # La primera luz”. UAM, México, 1984. Pág. 27.
[5] IIa Epístola de San Pedro. 2; 4.
[6]   Los griegos, por su parte, conocieron a las Erinnias, divinidades vengadoras griegas, que Roma asimiló bajo la forma de Furias vengadoras. Tienen, al igual que las Gorgonas, un aspecto alado y terrible, pero suman a la cabellera serpentina, terribles látigos chasqueantes para castigar las faltas de los hombres a las normas o principios de los dioses. Fuerzas castigadoras y persecutoras que hacen a los hombres culpables vivir en constante temor. Que, sin embargo, se transforman en Euménides cuando la razón reconduce a la conciencia mórbida y así apacigua la desesperación sufrida o el padecer de la angustia. Espíritus, pues, vindicativos que gustan de castigar, torturar y atormentar a quienes ejercen violencia a los principios, las Erinias se transforman con el tiempo en Euménides, seres benévolos que representan el arrepentimiento conciliador, siendo los espíritus de la compasión, el perdón, la superación y la sublimación. Su acción benéfica es la de liberar al culpable de la angustia, siendo símbolo del arrepentimiento conciliador.





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