lunes, 20 de enero de 2014

La Ética Luceferina Por Alberto Espinosa



   La explicación de la moralidad se daría por las relaciones ético-metafísicas con el ser, propio y ajeno (el amor infinito como deseo de presencia, y de presencia infinita) y con el no-ser (el odio, no menos infinito, aunque de signo contrario, como deseo de inexistencia, y de ausencia radical de la persona, ajena o propia, como voluntad ya de encubrimiento, de olvido o de aniquilación). La cacodemonología antiteológica postularía así un error, pero radical, entre las satisfacciones, prefiriendo a las más altas espirituales y sociales o altruistas las más bajas sensibles y egoístas, o las más bajas e impuras, la de los placeres propiamente perversos y de los odios demoníacos, las satisfacciones demoníacas de los malhechores o de los inicuos, que por más que puedan resultar si no altas si al menos profundísimas, resultan también impuras y en definitiva bajas. 
   Hay que agregar que en el hombre conviven, como dos hermanos enemigos y en pugna, tanto un deseo de salvación, de salvación, de integración el ser absoluto, como un deseo de extravío, de perdición, como un deseo de nihilidad, el cual frecuentemente toma las formas de la fuga del centro radial axiológico de la persona, de su propia alma, en una tendencia hacia la despersonalización, de extremosidad y excentricidad, radicalmente tóxica –así, cuando el hombre ya no puede o ya no quiere creer, se refugia en el alcohol, en las drogas, en el peyote, en el resentimiento de la lucha sin clase o en la histeria colectiva, siendo dominado el sujeto por sus fuertes impulsos orgánicos y por sus tenencias biológicas instintivas -en una clara retrogradación hacia la animalidad.  
   Una muestras de ética contradictoria, y en este sentido luciferina, demoníaca, la encontramos en las aspiraciones sociales de nuestro tiempo, que prometen la liberación del ser humano por medio de una libertad o descendente o irresponsable –odiando con ello, pues, la libertad, que sólo la saben usar para degradarla o corromperla. Porque al presentarse muy socialmente como igualitarias e imparciales en el respeto a toda opinión, a la vez no toman en cuenta el valor moral de las personalidades individuales, mostrando con ello más bien una complicidad con la ceguera moral que falsifica el socialismo –pues es precisamente el respeto y la estimación de las personalidades individuales, de las personalidades ajenas, la condición previa para la armonía social entre ellas.
   La introducción del principio de ignorancia, que va del desconocimiento al franco desprecio de las personalidades ajenas por parte del grupo cómplice o de alianzas convencionales, así como el desconocimiento de la persona en general, no deja de expresar una ignorancia, perfectamente in-científica, respecto de los factores que posibilitan la felicidad humana, que es su fin propio; es decir, se trataría llanamente de una ignorancia respecto de la humanidad misma –no pudiendo resultar por tanto tales éticas armónicas, específicamente altruistas, sino esencialmente egoístas (tal y como sucede en las metafísicas materialistas del positivismo), desequilibrantes de la armonía del sujeto por tanto, que requiere de la armonización no sólo de sus placeres o satisfacciones egoístas(estudiar, leer, escuchar música, paladear manjares), sino también de sus satisfacciones altruistas o con el prójimo -pues el hombre, como los socialistas convencionales no han dejado de repetir insaciablmente embadurnándose el rostro con tal retórica, es esencialmente un ser social, menesteroso por tanto del desarrollo y realización de sentimientos no sólo del mero eros erótico o burdamente biológico, sino también y más esencialmente aún de sentimientos espirituales, como es el de la fraternidad (agape), el de la solidaridad en la alegría y en el dolor del prójimo o el de la piedad cristiana (caritas).
   Todas las éticas, que son de hecho eudemonistas y hasta hedonistas, reconocen como el fin del hombre la felicidad. La felicidad y el placer deben ser entendidos en toda la extensión y comprensión posibles, es decir como satisfacciones, que van desde la sensible más grosera hasta la espiritual más refinada y profunda. Tal hecho exige calificar y graduar las satisfacciones y a reconocer que las de valor sumo son las satisfacciones espirituales de las personalidades individuales perfectas o armonizadas consigo y entre sí (de ahí la importancia de las místicas ascendentes y de las comuniones de fe), donde la calificación se subordina a la graduación, pues las satisfacciones cualitativamente mayores resultan las mayores de todas –sin dejar de reconocer por ello de las contrariedades de cada individuo y entre los individuos, pero justo con el intento de superarlas, pues  la perfección y armonía, ya no digamos de las personalidades entre sí, sino ya de cada una consigo misma, no puede sino ser obra ideal de esfuerzo paciente, histórico, de progreso moral.[1]


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