viernes, 27 de septiembre de 2013

De la Vergüenza o Del Respeto Por Alberto Espinosa


   El sentimiento de respeto puede asimilarse al sentimiento de la vergüenza, que añade un interesante matiz o campo semántico. Veamos.
   La voz “vergüenza” (verecundia) tiene una significación dual, por un lado indica, pudor, reserva, respeto; palabra a su vez que se deriva la expresión a su vez de la voz “vereri”, en el sentido de ser modesto, o de tener respeto –pero también “reverenciar” (“reverérí”), “reverencia” (“reverentia”)en el sentido de ser reverente, de honrar, a alguien digno de reverencia (el reverendo, o quien encarna la figura de una autoridad, de un maestro), ante el cual, por el sentimiento propiamente moral de deber, de vergüenza o de respeto, hay que mostrar consideración, modestamente guardar distancia y conservar los límites.[1]
   Sin embargo, el sentimiento de respeto en que consiste la vergüenza está específicamente dirigido a la propia persona, a la propia dignidad de la persona humana. Así, si al sentimiento de respeto corresponde la reverencia, la consideración hacia alguien de mayor altura o jerarquía, y por tanto la modestia, el abajamiento, al sentimiento propio de la vergüenza, en su sentido positivo, corresponde la entrega,  e incluso el del coraje. Tener vergüenza en una palabra es actuar guiado por el sentimiento del honor, de la honra, de dignidad y respecto respeto a la propia persona. Quiere entonces decir: ser digno –no empeñarse, no rebajarse ante uno mismo, no dejarse usar como una mercancía. Pero también tener pudor, reserva –por lo que su contrario, el sentimiento de la desvergüenza, consiste en rebajarse, en perder la dignidad, o dicho con una llana expresión: en  “enseñar las nalgas”. Se puede así sentir vergüenza en un sentido negativo: como falta, como pérdida, como una carencia axiología, que hiere la propia ontología, el propio ser moral de la persona, por lo que se siente dolor, pena, agravio, rebajamiento o empequeñecimiento ante los propios ojos.
   Se trata entonces de un peculiar sentimiento reflexivo, el de avergonzarse, de quien se siente apenado por haber caído, reconociendo de tal forma una falla moral, una limitación, una carencia, un no ser –que roe, al ser, que erosiona al apersona, que corrompe al alma finalmente comprometiendo finalmente su misma suerte metafísica. Tal sentimiento es el más moral de todos, pues hace sentir en carne viva un malestar, correlato de haber asumido una responsabilidad, producto de un estado de conciencia propiamente moral.
   Su expresión fisiológica es interesantísima: el rubor, el sonrojamiento de la cara, la subida de la sangre en densa marea hasta los carrillos, que sube hasta las mejillas, para encenderlas, en reconocimiento de una culpa. El sonrrojo, tiene así una fase de zozobra, de ir de lo más alto en que se tiene a sí misma considerada la persona a lo más bajo, reconociendo la bajeza en la que ha caído, cuya sentimiento propio de turbación comienza con un estado afectado del animo, con una desarmonización en la respiración pero sobre todo en los fluidos de la corriente sanguínea, que suben con densa presión hacia la cara para primero ponerla "de todos colores”, hasta finalmente estabilizarse en una emoción tensa que enciende las mejillas, en seña de que la persona está profundamente apenada, quebrantada, atravesada, por decirlo así, por un súbito sentimiento de nihilismo y abatimiento que le impulsa como a borrarse, como a querer que se la “trague la tierra” –todo lo cual indica un connato, pues, de conciencia, y por tanto de… de…. si…  de arrepentimiento, de reconocimiento público y notorio de una desviación respecto de la ley moral, que afecta por tanto el sentimiento de respeto, de deber moral de la persona, el cual sólo puede ser completado con la enmienda del comportamiento fallido y, sobre todo, con la reconciliación, con la readopción del valor perdido.
   También sentimiento de exhibición de una falta, en el sentido de haber cometido una impudicia -como reconocimiento de haber trasgredido un límite, de haber sobrepasado una frontera, con merma o daño moral, de donde deriva el consecuente dolor, la pena, el sonrojarse.       
 Avergonzarse, por algo o por alguien, por otra parte, indica sólo una expansión del sentimiento de indignidad, de pequeñez o de pérdida de la dignidad, de la honra personal (que puede extenderse en un sentido familiar, racial, étnico o religiosa, etc.), que por tanto va acompañado de abatimiento,  de pena o de agudo dolor.
   Su contrario excluyente sería el sentimiento propio de la soberbia: elación de ánimo por la elevación intelectual, por la superioridad epistémica de la persona en el sentido de comprensión, pero también de la dominación, donde la sangre sube en densa marea hasta la cabeza causando en el sujeto una sensación de potencia, de grandeza, de invencibilidad.      
  En el sentido negativo, que es el de la vergüenza como reserva, como pudor, como contención, tocamos una fibra sentimental que al estrujarnos angustiosamente contra nosotros mismos, nos obliga a confesar, también ante nosotros mimos o ante una instancia trascdente, nuestras vergüenzas –invitándonos de esta suerte a reconocer nuestra personal debilidad, a no evadir la debida conciencia y responsabilidad personal que tenemos como agentes morales, así como a la instancia a que nos debemos, o a quien debemos.
   La humildad de la persona, que ligada a la consideración del propio tamaño y a la prohibición por tanto de no desbordar los propios límites, ya sea por motivos de la hybris, de la desmesura, ya por los de la asevia, de la ignorancia consciente de la ley moral. La vergüenza es así el verdadero criterio regulador de la conducta moral, pues atiende directamente a la autenticidad de la persona, que es la conciencia de sus límites, de su limitación, como a su posible  universalidad, que es el acuerdo con la norma eterna, universal y trascendente. Así, en el hombre de vergüenza sobresalen las actitudes del recato, del pudor, del decoro, las cuales por ese segunda naturaleza a la que llamamos educación rehuyen lo vulgar, lo pedestre, poniéndose a cubierto, a buen resguardo, cubriéndose, pues, o alejándose, para no ver aquello que representa, conlleva o implica el mal.
   O dicho de otra manera, si la culpa es es el reconocimiento interior de una falta, la vergüenza es el reconocimiento exterior; es el reconocimiento exterior de la culpa que, por decirlo así, reflexivamente se retrotrae y vuelve al interior, conmoviendo por tanto desde el exterior el interior del persona.
  Así, el contrario directo del sentimiento de respeto es el sentimiento, por decirlo así vacío y ya completamente negativo, de la desvergüenza, encarnado propiamente por el caradura, por el sinvergüenza. El sinvergüenza no es otro que el hombre sin sentimiento de culpa –si es que no constituye esto una contradicción en los términos. Se trata del caradura, del hombre que por su dureza de sentimientos, por su terquedad, ha quemado su rostro resistente hasta volverlo como de bronce, que no tiene temor por tanto de exhibirse y que incluso utiliza su desvergüenza contra el mundo en torno, a la manera del cínico, enseñando los dientes, por razón de su mal entendido naturalismo. Por un lado, se trata del hombre (o de la mujer) que con sus afirmaciones va, por decirlo así, “enseñando las nalgas”, exhibiendo los harapos mal cocidos de su pobre educación; por el otro, se trata también del hombre cuya dureza sentimental lo vuelve un ídolo de si mismo, una piedra condensada por sus dogmas o por sus procedimientos, y ante el cual toda persona se estrella, quedando desestimada, desconocida, desautorizada, ignorada, despreciada –es decir, reducida a vil cascajo.

[1] Recuérdese el argumento ad verecundiam, o master dixit, que puede usarse falas, dependiendo de la situación,, consistente en afirmar que algo es verdad por el hecho de que lo dijo un maestro; o alguien que tiene autoridad en la materia. Argumento que fue muy .usado con frecuencia por los Pitagóricos. Ejemplo de falacia: La raíz cuadrada de 2 da como resultado un número irracional, con infinitas decimales –porque lo dijo Euclides, quien realizó la demostración matemática que lo prueba, etc. 





jueves, 26 de septiembre de 2013

XXIII.- Curso de Antropología Filosófica Sentimiento de Vergüenza y Metafísica Por Alberto Espinosa




23.0.1.- La confusión de los valores, de los órdenes entraña el problema, fundamental, de a quien se es más digno de obedecer –cosa que vuelve sobre el problema de las jerarquías, pero también sobre el de la legitmidad de su autoridad, porque ¿puede o no haber una rebeldía legítima? -se ocurre preguntar, por ejemplo cuando hay una falsa autoridad, o cuando un mandato se pasa de tueste, cuando alguien ordena a otro de manera autoritaria o llanamente ilegítima, o bien cuando hay dos órdenes, dos mandatos, dos autoridades en conflicto?
   Para no dejar en el aire el problema específico de las órdenes, de a quien se es más digno de obedecer, baste indicar por ahora que se trata de un problema específico de la consciencia moral –la cual exhibe en la modernidad una notable falta de desarrollo en el grueso de los mortales, tentados, cínica, descaradamente, por el cebo bien hinchado de la rebeldía, para con embarrarles a placer los bigotes y hacerlos morder el cedazo de la anarquía, de la revuelta, de la guerra al prójimo y cercano, ya sea so pretexto de la lucha de clases, o más concretamente de la ambición de poder e, incluso, de consagración espiritual.
23.1.- El sentimiento de respeto puede asimilarse al sentimiento de la vergüenza, que añade un interesante matiz o campo semántico. Veamos.
   La voz “vergüenza” (verecundia) tiene una significación dual, por un lado indica, pudor, reserva, respeto; palabra a su vez que se deriva la expresión a su vez de la voz “vereri”, en el sentido de ser modesto, o de tener respeto –pero también “reverenciar” (“reverérí”), “reverencia” (“reverentia”); en el sentido de ser reverente, de honrar, a alguien digno de reverencia (el reverendo, o quien encarna la figura de una autoridad, de un maestro), ante el cual, por el sentimiento propiamente moral de deber, de vergüenza o de respeto, hay que mostrar consideración, modestamente guardar distancia y conservar los límites.[1]
   Sin embargo, el sentimiento de respeto en que consiste la vergüenza está específicamente dirigido a la propia persona, a la propia dignidad de la persona humana. Así, si al sentimiento de respeto corresponde la reverencia, la consideración hacia alguien de mayor altura o jerarquía, y por tanto la modestia, el abajamiento, al sentimiento propio de la vergüenza, en su sentido positivo, corresponde la entrega,  e incluso el del coraje. Tener vergüenza en una palabra es actuar guiado por el sentimiento del honor, de la honra, de dignidad y respecto respeto a la propia persona. Quiere entonces decir: ser digno –no empeñarse, no rebajarse ante uno mismo, no dejarse usar como una mercancía. Pero también tener pudor, reserva –por lo que su contrario, el sentimiento de la desvergüenza, consiste en rebajarse, en perder la dignidad, o dicho con una llana expresión: en  “enseñar las nalgas”. Se puede así sentir vergüenza en un sentido negativo: como falta, como pérdida, como una carencia axiología, que hiere la propia ontología, el propio ser moral de la persona, por lo que se siente dolor, pena, agravio, rebajamiento o empequeñecimiento ante los propios ojos.
   Se trata entonces de un peculiar sentimiento reflexivo, el de avergonzarse, de quien se siente apenado por haber caído, reconociendo de tal forma una falla moral, una limitación, una carencia, un no ser –que roe, al ser, que erosiona al apersona, que corrompe al alma finalmente comprometiendo finalmente su misma suerte metafísica. Tal sentimiento es el más moral de todos, pues hace sentir en carne viva un malestar, correlato de haber asumido una responsabilidad, producto de un estado de conciencia propiamente moral.
   Su expresión fisiológica es interesantísima: el rubor, el sonrojamiento de la cara, la subida de la sangre en densa marea hasta los carrillos, que sube hasta las mejillas, para encenderlas, en reconocimiento de una culpa. El sonrrojo, tiene así una fase de zozobra, de ir de lo más alto en que se tiene a sí misma considerada la persona a lo más bajo, reconociendo la bajeza en la que ha caído, cuya sentimiento propio de turbación comienza con un estado afectado del animo, con una desarmonización en la respiración pero sobre todo en los fluidos de la corriente sanguínea, que suben con densa presión hacia la cara para primero ponerla "de todos colores”, hasta finalmente estabilizarse en una emoción tensa que enciende las mejillas, en seña de que la persona está profundamente apenada, quebrantada, atravesada, por decirlo así, por un súbito sentimiento de nihilismo y abatimiento que le impulsa como a borrarse, como a querer que se la “trague la tierra” –todo lo cual indica un connato, pues, de conciencia, y por tanto de… de…. si…  de arrepentimiento, de reconocimiento público y notorio de una desviación respecto de la ley moral, que afecta por tanto el sentimiento de respeto, de deber moral de la persona, el cual sólo puede ser completado con la enmienda del comportamiento fallido y, sobre todo, con la reconciliación, con la readopción del valor perdido.
   También sentimiento de exhibición de una falta, en el sentido de haber cometido una impudicia -como reconocimiento de haber trasgredido un límite, de haber sobrepasado una frontera, con merma o daño moral, de donde deriva el consecuente dolor, la pena, el sonrojarse.       
23.2.- Avergonzarse, por algo o por alguien, por otra parte, indica sólo una expansión del sentimiento de indignidad, de pequeñez o de pérdida de la dignidad, de la honra personal (que puede extenderse en un sentido familiar, racial, étnico o religiosa, etc.), que por tanto va acompañado de abatimiento,  de pena o de agudo dolor.
   Su contrario excluyente sería el sentimiento propio de la soberbia: elación de ánimo por la elevación intelectual, por la superioridad epistémica de la persona en el sentido de comprensión, pero también de la dominación, donde la sangre sube en densa marea hasta la cabeza causando en el sujeto una sensación de potencia, de grandeza, de invencibilidad.      
  En el sentido negativo, que es el de la vergüenza como reserva, como pudor, como contención, tocamos una fibra sentimental que al estrujarnos angustiosamente contra nosotros mismos, nos obliga a confesar, también ante nosotros mimos o ante una instancia trascdente, nuestras vergüenzas –invitándonos de esta suerte a reconocer nuestra personal debilidad, a no evadir la debida conciencia y responsabilidad personal que tenemos como agentes morales, así como a la instancia a que nos debemos, o a quien debemos.
   La humildad de la persona, que ligada a la consideración del propio tamaño y a la prohibición por tanto de no desbordar los propios límites, ya sea por motivos de la hybris, de la desmesura, ya por los de la asevia, de la ignorancia consciente de la ley moral. La vergüenza es así el verdadero criterio regulador de la conducta moral, pues atiende directamente a la autenticidad de la persona, que es la conciencia de sus límites, de su limitación, como a su posible  universalidad, que es el acuerdo con la norma eterna, universal y trascendente. Así, en el hombre de vergüenza sobresalen las actitudes del recato, del pudor, del decoro, las cuales por ese segunda naturaleza a la que llamamos educación rehuyen lo vulgar, lo pedestre, poniéndose a cubierto, a buen resguardo, cubriéndose, pues, o alejándose, para no ver aquello que representa, conlleva o implica el mal.
23.3.-  Así, el contrario directo del sentimiento de respeto es el sentimiento, por decirlo así vacío y ya completamente negativo, de la desvergüenza, encarnado propiamente por el caradura, por el sinvergüenza. El sinvergüenza no es otro que el hombre sin sentimiento de culpa –si es que no constituye esto una contradicción en los términos. Se trata del caradura, del hombre que por su dureza de sentimientos, por su terquedad, ha quemado su rostro resistente hasta volverlo como de bronce, que no tiene temor por tanto de exhibirse y que incluso utiliza su desvergüenza contra el mundo en torno, a la manera del cínico, enseñando los dientes, por razón de su mal entendido naturalismo. Por un lado, se trata del hombre (o de la mujer) que con sus afirmaciones va, por decirlo así, “enseñando las nalgas”, exhibiendo los harapos mal cocidos de su pobre educación; por el otro, se trata también del hombre cuya dureza sentimental lo vuelve un ídolo de si mismo, una piedra condensada por sus dogmas o por sus procedimientos, y ante el cual toda persona se estrella, quedando desestimada, desconocida, desautorizada, ignorada, despreciada –es decir, reducida a vil cascajo.
   Se trata entonces del fenómeno de la falta de distinción, de un mundo donde no hay jerarquía y por tanto personas distinguidas o que distinguir, y que alcanza la indiferencia en lo numérico en un rasgo que es carácter de la edad contemporánea: el codeo y el tuteo público, cuyo intento final es el de unificar el todo de lo social en un misma magma amorfo y subpersonal (la masa).
  No es infrecuente que el hombre de la vergüenza, que el hombre desvergonzado o que el llano sinvergüenza, se hinche con la fácil levadura de la vanidad; que se eleve ante sus propios ojos por el sentimiento personal, caprichoso, capcioso, del orgullo. Es la soberbia, pecado capital por excelencia del que se derivan todos los demás, el que paralelamente tiene su propia expresión fisonómica en el elevar la nariz y el mentón, desviando la mirada de todo lo demás y mirando por sobre el hombro en clara actitud de “perdona-vidas”, con una clara elación del ánimo al subir la sangre den densa marea a la cabeza, por el sentimiento de la superioridad intelectual, por el descubrimiento de un principio de la razón que, al referirse al todo, da la sensación de poder, de fuerza, de dominio sobre la realidad universal. Así, puede decirse que si el sentimiento de vergüenza es el sentimiento del pecado, de lo particular, de la propia e intransferible culpa, que nos achica, que nos hace arder el rostro por el doloroso sentimiento de la propia pena personal, que nos apena; el sentimiento de la soberbia se coloca en el otro extremo de una gama peculiarísima de sentimientos, al ser un sentimiento propiamente de la universalidad de la razón, pero que sin abrir al sujeto a otras sentimentalidades, a otros sujetos, más bien lo confine en el interior de ese soberbio sentimiento de grandeza, de potencia, de… de…. si, finalmente de auto-divinización.      
23.4.- Sin embargo, el reconocimiento del propio error puede aun alcanzarse mediante la reflexión, ciertamente dolorosa, de nuestras faltas, de nuestras culpas, de nuestras caídas, de nuestros límites, de nuestra….. si, de nuestra nada –engendrando con ello un estado, si no de paz, al menos si de responsabilidad, producto no de una gaya ciencia, sino de un melífico saber, el saber de la vergüenza (la felix culpa).
22.5.- Como quiera que sea, la vergüenza y el respeto son sentimientos matizados comunes que pone de manifiesto la sobrenaturaleza del ser humano (no la sobrehumanidad); el hecho de ser el hombre, pues, un animal metafísico. Porque el sentimiento de la vergüenza, con ser aparentemente nimio, revela otra definición posible del hombre: como animal que por sentir vergüenza es el animal metafísico que es: el ser que tiene su alma en el centro de su propio ser –la cual a su vez está ligada al espíritu, a la realidad absoluta, a lo sagrado.   Así, la capacidad que tiene el hombre de reconocer su propia alma, está indefectiblemente ligada a su capacidad de recordar la verdad. De hecho, el camino de la sabiduría y el camino de la libertad son el mismo, pues ambos llevan al centro del propio ser. Todos los esfuerzos de la metafísica, en efecto, están consagrados a que el hombre descubra su propio centro y que al acercarse a él descubra también esa realidad otra que nos trasciende y que nos salva y justifica.
   En efecto, el hombre, separado y afligido, sufre en este mundo por una ignorancia fundamental: porque ignora el valor y la situación de su alma, porque ignora su propio centro. La catástrofe de la condición humana se deriva así de una absurda amnesia: cifrada en el hecho de no recordar las normas, la verdad eterna, ni de reconocer el valor y la altura de la que ha caído su alma –del alma entendida como una entidad ontológica, diferenciada por tanto de la psique o de la vida psico-mental, la cual has sido reiteradamente concebida por los modernos apenas como una sutil manifestación de la materia, a su vez reducible a las sensaciones (sens-data o datos sensoriales).
   Sin embargo, en el centro mismo del hombre, en su alma, entendida como una entidad real, autónoma, reside la posibilidad  de ese recuerdo y de ese reconocimiento, tanto de la ley, de las normas, como de uno mismo, también de la necesidad de purificarse, de quemar la escoria que nos mantiene prisioneros del mundo, de las ilusiones, de los deseos, de la materia, de la mentira, para así poder recuperar la libertad perdida y, por decirlo de alguna manera, dejar que el alma emplume, eche alas, que sea realmente autónoma en el sentido de la libertad ascendente,  y continúe por el rudo camino de la montaña que va hacia arriba, hacia la realidad trascendente que nos espera al final de nuestra personal batalla con la vida.




[1] Recuérdese el argumento ad verecundiam, o master dixit, que puede usarse falas, dependiendo de la situación,, consistente en afirmar que algo es verdad por el hecho de que lo dijo un maestro; o alguien que tiene autoridad en la materia. Argumento que fue muy .usado con frecuencia por los Pitagóricos. Ejemplo de falacia: La raíz cuadrada de 2 da como resultado un número irracional, con infinitas decimales –porque lo dijo Euclides. (quien realizó la demostración matemática que lo prueba, etc. . . 




martes, 24 de septiembre de 2013

La Confusión de las Ordenes: la Confusión de los Órdenes Por Alberto Espinosa






   Lo que el rebelde propiamente revuelve son las jerarquías, mediante un desplazamiento de los valores y aun de la inteligencia, estando a sus anchas en el campo minado de la confusión de los valores donde irrumpe para erigirse y elevarse el profano vulgar, cuya figura más propia es la del oportunista.
   El oportunista, en efecto, incurre en el pecado espiritual de la confusión de los valores cuando se pone a juzgar realidades que conoce de manera somera, imperfecta, de las que no tiene la intuición vívida, a las que no ama. Así, por ejemplo, cuando el existencialista moderno, esa mala mezcla de marxista y positivista, con crudos tientes de historicista o de racista, se pone a juzgar sin ninguna competencia ya sea la metafísica, ya sea alguna forma de mística, atreviéndose, que más da, a descalificarlas. Confusión de los ordenes, pues no se puede juzgar una realidad espiritual más que conociéndola, ya sea contemplándola desde una punto de vista estético, ya sea estando esencialmente y comprometido calificado para juzgar tal realidad: amando las realidades suprasensibles, creyendo en su existencia y en su autonomía espiritual (esferas de autonomía). Es decir, respetando sus límites, su sentido, sus normas.
   La cultura vive desde hace demasiado tiempo ese clima de confusión de los órdenes, de los valores, es decir, bajo el signo de lo profano –donde cualquiera se siente capacitado para juzgar la metafísca, el mito o el dogma, cosas para las que hace falto estar calificado, no confundir los órdenes, no ser profano.
   En otros tiempos la contienda por los valores se daba a un nivel más elevado: la filosofía disputaba con la teología; la teología con las ciencias naturales. Hoy en día los profanos se han ensanchado en una magnitud de pesadilla, al grado que se permea sobre la superficie de la cultura toda la confusión de los valores espirituales a niveles cada vez más bajos, más sordos, más vulgares, más gordos, más toscos. Hoy en día, en efecto, se confunde el lenguaje con el pensamiento, y el pensamiento con el cerebro; el genio con la locura; la santidad con la sexualidad reprimida; la poesía con la gramática; el arte con la sexualidad y ésta con la coprofilia o el tanatismo; la filosofía con la pedofilia; la espiritualidad con la lucha de clases y hasta la cultura con el racismo, con el nacionalismo, con los murales de las pulquerías. Así todo ha llegado al punto que se quisiera juzgar la realidad por criterios puramente sensoriales –solidarizándose el hombre así con los niveles más bajos de la creación: con el mundo de los insectos.
   Lo propio de los espíritus de la rebeldía es, así, ese intento por saltarse las trancas, por barrer las fronteras y las normas, y con ellas la autonomía de los valores artísticos, estéticos, morales y metafísicos. De ahí la injerencia de los existencialistas, de los cínicos en la cultura, hollando los campos de la vida espiritual como militantes no cualificados, que sin ninguna formación ni compresión minan desde dentro la poesía, el arte, la moral, las normas, resultando sin embargo sus pretensiones a la postre perfectamente desautorizables.




XXII.- Curso de Antropología Filosófica. La Mala Educación II. La Confusión de los Valores Por Alberto Espinosa


XXII.- Figuras de la Rebeldía; La Mala Educación II
la Confusión de los Valores
(2ª Parte. Continuación)



22.1.- El rebelde es, en efecto, el bellaco, el que hace la guerra –ya sea mediante el levantamiento de las masas, repitiendo consignas (el ideólogo), ya sea indirectamente, por caso so capa de luchar por una moral más laxa y permisiva, ocultando sus motivos. En el fondo se trata de una guerra  contra la moralidad, contra la ética, contra la filosofía, contra el espíritu, incluso contra la objetividad y lo concreto, hasta que se revela como una guerra ya no digamos contra la religión, sino contra el mismo Dios. Nada mejor entonces que hacerse pasar por filósofos, por moralistas, por reformadores, como el coyote aquel que va a dar a la jaula de las gallinas, o como el cocodrilo metido a redentor –lo que ya les permite minar los límites, las normas, desde dentro, introduciendo de tal manera la confusión. Nada más común entonces en el rebelde que ser evasivo, que esquivar el bulto, que no querer agarrar nunca el toro por los cuernos perdiéndose en asuntos tangencias o en cosas vanas. Nada más sólito, también que el refugiarse en los caprichos o en una fantasía de grandeza acuñada desde la infancia.   
22.2.-  Por ello el hombre rebelde es esencialmente el anarquista, quien no reconoce ninguna autoridad ni ninguna figura de mando y respeto –refugiándose así en el racionalismo del positivista,  ciego para los valores, apertrechándose entonces sistemáticamente en un lenguaje cerrado (estenolenguaje), y en una sociedad cerrada, ante el cual todos los otros lenguajes dejan inmediatamente de tener sentido –lo mismo si se trata de un código de albures, de la lucha de clases o fórmulas lógicas bien formadas, pues en sendos casos se da en realidad al lenguaje una función iniciática y casi mágica.
   Así su refugio en la razón toma las veces de la autonomía de la voluntad, de manera perfectamente mal entendida, pues a la larga no se trata sino de una autonomía meramente existencial, que termina por no distinguirse ni de las oscuras alianzas, ni del libertinaje o el permisivismo moral, ni del capricho consistente en querer salirse siempre con la suya –llegando a su punto de máxima confusión al tomar el non ese por el esse (o el todo por la nada).
22.3.- El rebelde es así tanto el neurótico como el endemoniado, encontrándose una sutil gama de enajenaciones en sus manifestaciones concretas, continum en el que cabe destacar desde al macho mexicano hasta el bárbaro del norte, caracterizándose todos ellos por un desequilibrio o movimiento, por un desplazamiento notable en su escala de valores, que en casos de abierta perversidad moral, llegando a la plena inversión o trasmutación, hallando lo dulce amargo y lo amargo dulce, alejándose por tanto de país del agua donde el plomo tiene siempre el mismo sabor.
   Sus figuras, así constituyen legión: desatentos, groseros, irresponsables, irrespetuosos, burdos, pelados, pendejos, crápulas, rotos y descocidos pueblan la ilimitada extensión de sus fronteras. Algunos de ellos, como el pelado, tienen una violenta manera de no ser, pues ante una responsabilidad que no quieren asumir vociferan, dan manotazos, rebajan, insultan, gritan, asoman los colmillos –anunciando con ello que se han hechos de la mortal angustia. Zorras astutas transitan despreocupadamente por la región urdiendo sus argucias, paseando junto con el delator y con el abyecto. Oportunistas de toda laya, trepadores, falsarios, simuladores, falsificadores, volteados, facundos y ambiciosos, prestidigitadores y mistagogos, cirqueros y payasos, actores, hipócritas o fariseos, demagogos y neogogos, engañadores, traidores, mentecatos y crédulos, farsantes e iracundos, chantajistas y provocadores -sin olvidar, por supuesto, ni a la nutrida escuela de los cínicos, ni al psicólogo evolutivo, que completan esta lista.
   Su historia es la historia del error que bien puede definirse como el mismo error del inmanentismo y del existencialismo: ser de hecho y sin razón de ser, no importar que razones dar, no importar tener razón, no importarle, pues, en absoluto, la razón, o el logos, por el cual la tradición ha definido precisamente al hombre. Historia del irracionalismo contemporáneo, pues, que no puede desembocar sino un generalizado y asfixiante inmoralismo que hoy en día está abriéndole de par en par las puertas al caos.
   Ensayo frustráneo de humanidad que al trasgredir las normas por buscar el provecho del alma inferior o por imprudencia acaba por caer en las garras del demonio /el enemigo, el adversario de la humanidad, el tentador, el nefasto, el maldito), siendo finamente reclutada la persona bajo las abstractas filas numéricas del ensanchado Behemot o del temible Levitán.
22.4.-   Lo que en definitiva más odia el rebelde es la jerarquía, la autoridad, el orden, la norma, el principio, la ley, que es propiamente la instancia ante la que revela. Se trata de un comprobado odio a los que son superiores en algún sentido a él, por lo que conlleva algo de lo propio en el envidioso: su intento de sacar a sus competidores del camino para usurpar su puesto o su lugar. Intento de sustitución, pues, como el artista que anhela no la creación sino el éxito, como el político que anhela no el servicio y el provecho social sino el poder, que al logar lo que lo desea dejando atrás una fila de excluidos o de cadáveres descubre que no era nada, que logrando la jerarquía deseada se convierte en humo y en nada, pues en realidad andaban perdidos cada quien por su lado pues lo que perseguían no era sino una ilusión, una quimera.
22.5.- Se trata en general del trágico intento del ser humano de querer hacer lo que no vale, declarando perder lo que se intenta ganar, confundiendo así lo profano, lo histórico y transitorio, lo demasiado humano y por tanto lo ilusorio, con la realidad, tomando el cobre lo inmanente por oro sólido de la trascendencia –y cuyos extremos de excentricidad, mentira y apariencia no pueden sino conducir derecho y en plomada al non ese del vacío absoluto.
   Así, lo que el rebelde propiamente revuelve son las jerarquías, mediante un desplazamientos de los valores y aun de la inteligencia, estando a sus anchas en el campo minado de la confusión de los valores donde irrumpe para erigirse y elevarse el  profano vulgar, cuya figura más propia es la del oportunista.
   El oportunista, en efecto, incurre en el pecado espiritual de la confusión de los valores cuando se pone a juzgar realidades que conoce de manera somera, imperfecta, de las que no tiene la intuición vívida, a las que no ama. Así, por ejemplo, cuando el existencialista moderno, esa mala mezcla de marxista y positivista, con crudos tientes de historicista o de racista, se pone a juzgar sin ninguna competencia ya sea la metafísica, ya sea alguna forma de mística, atreviéndose, que más da, a descalificarlas. Confusión de los ordenes, pues no se puede juzgar una realidad espiritual más que conociéndola, ya sea contemplándola desde una punto de vista estético, ya sea estando esencialmente y comprometido calificado para juzgar tal realidad: amando las realidades suprasensibles, creyendo en su existencia y en su autonomía espiritual (esferas de autonomía). Es decir, respetando sus límites, su sentido, sus normas.
   La cultura vive desde hace demasiado tiempo ese clima de confusión de los órdenes, de los valores, es decir, bajo el signo de lo profano –donde cualquiera se siente capacitado para juzgar la metafísca, el mito o el dogma, cosas para las que hace falto estar calificado, no confundir los órdenes, no ser profano.
   En otros tiempos la contienda por los valores se daba a un nivel más elevado: la filosofía disputaba con la teología; la teología con las ciencias naturales. Hoy en día los profanos se han ensanchado en una magnitud de pesadilla, al grado que se permea sobre la superficie de la cultura toda la confusión de los valores espirituales a niveles cada vez más bajos, más sordos, más vulgares, más gordos, más toscos. Hoy en día, en efecto, se confunde el lenguaje con el pensamiento, y el pensamiento con el cerebro; el genio con la locura; la santidad con la sexualidad reprimida; la poesía con la gramática; el arte con la sexualidad y ésta con la coprofilia o el tanatismo; la filosofía con la pedofilia; la espiritualidad con la lucha de clases y hasta la cultura con el racismo, con el nacionalismo, con los murales de las pulquerías. Así todo ha llegado al punto que se quisiera juzgar la realidad por criterios puramente sensoriales –solidarizándose el hombre así con los niveles más bajos de la creación: con el mundo de los insectos.
   Lo propio de los espíritus de la rebeldía es, así, ese intento por saltarse las trancas, por barrer las fronteras y las normas, y con ellas la autonomía de los valores artísticos, estéticos, morales y metafísicos. De ahí la injerencia de los existencialistas, de los cínicos en la cultura, hollando los campos de la vida espiritual como militantes no cualificados, que sin ninguna formación ni compresión minan desde dentro la poesía, el arte, la moral, las normas, resultando sin embargo sus pretensiones a la postre perfectamente desautorizables. 



viernes, 20 de septiembre de 2013

El Puente Roto Por Alberto Espinosa




   El sentido profundo de todos los mitos es el de indicar que el hombre en la caída introduce a la vez una desarmonía, un desorden en el cosmos; que las acciones humanas afectan al universo –sosteniendo así implícitamente la tesis de la unidad original del cosmos. Deber fundamental del ser humano es mantener esa unidad, es restablecer continuamente la armonía entre del hombre con la creación, es mantener la solidaridad con los ritmos del universo, refrendando el pacto con la naturaleza, con la ley no que hacemos los hombres, sino que nos hace hombres. Ley que funda y se retira, ley otra, puesta en riesgo por el hombre que quisiera hacer valer su propia ley, que quisiera que le perteneciera la ley por la cual pertenecemos. Ruptura del puente que nos une a la totalidad,  pero que tarde o temprano redunda en una desarmonía catastrófica con la naturaleza micro-cósmica, la cual se revela y expresa en un desacuerdo originario, que entonces desarmoniza el cuerpo (anarquía biológica del cáncer) o el entorno, ya sea en términos de sombra y de tiniebla, o de horrendas catástrofes, de tornados, huracanes, inundaciones y peste. Ante ello, sólo cabe retornar al equilibrio renovando el pacto con la naturaleza y con nuestra propia naturaleza, instintiva y emotiva, pero también espiritual, solidarizándose con los niveles de la creación que participan de la regeneración y de la vida. 



De la Buena y de la Mala Educación Por Alberto Espinosa



   La antropología filosófica ha visto en la educación una  exclusiva del hombre, un propio o propiedad derivada de su esencia (que es la razón), por la que el hombre mismo puede incluso definirse como: el ser, el animal educado. En efecto, el hombre es un “ser que hacerse”, o el animal que se educa y que es educado. Descuidar tal esencia del hombre, tal exclusiva de la especie, sólo puede redundar en el peligro de degradarlo a criatura de ser dado, como son los animales, regidos básicamente por sus instintos. Pero el hombre, por razón de su libre albedrío, por ser criatura espiritual, sobrenatural (aunque no sobrehumana), tiene que educarse en medio de una cultura que le precede, de acuerdo a una tradición. 
   El hombre nace en la naturaleza, por ser animal, pero no nace hombre; se hace hombre en el mundo de la cultura y el mundo de los símbolos: tiene que nacer al lenguaje y tiene simultáneamente que despertar su espíritu, es decir, tiene que humanizarse.
   Visto desde un plano metafísico, el hombre al venir al mundo trae consigo una ruptura de nivel ontológico, que tiene que armonizar, que estabilizar, por medio de la educación. Tiene así que entrar en el mundo de lingüístico de las significaciones y de las designaciones, que la letra tiende a matar, para vivir su espíritu. Restituir, pues, la solidaridad originaria del hombre con la naturaleza mediante un conjunto complejo de símbolos culturales solidarios del cosmos, llegando a restablecer la unidad, la divina unidad, entre los valores del hombre y los ritmos del universo: es decir, tiene que recuperar lo sagrado en la naturaleza y en el hombre mismo para evitar las arritmias y las catástrofes cósmicas (sequías, inundaciones, huracanes, etc.), pues la letra está todo el tiempo amenazada o por la petrificación (la letra muerta) o por la inversión de los valores -el caso más notable: la profanación de los sagrado consistente en considerar lo sagrado como profano (naturalismo) o, a la inversa, la secularización desviada de nuestro tiempo, consistente en considerar lo profano como si fuera sagrado (las herejías).
   Puede añadirse que en la cultura toda y por tanto en la misma educación, los símbolos más potentes de todos son o los míticos o los religiosos, debido a que en ellos se encuentra una referencia, directa o indirecta, a la totalidad –por lo que también entrañan una teoría del mundo, una filosofía, una metafísica. Lo símbolos, repetidos por la liturgia, por los ritos, en la oración (poderoso símbolo de comunicación con lo divino), el honrar a los antepasados, a los padres,  a las figuras dignas de veneración, no constituyen así sino un reservorio de la memoria para dirigir la actividad humana en el sentido de sus fines últimos y más elevados –donde se puede ver un cordón de dependencia entre el símbolo y la moral. De hecho no hay, no puede haber, una moralidad social sin símbolos -pero se puede también adorar a un tirano, sacrificar a la nada u ofrendar a los ídolos.
   Uno de los fenómenos más dolorosos de la humanidad es la tendencia a revolcarse en el propio error: es destruir una religión, una simbología, una cultura superior para inmediatamente erigir otra -notablemente inferior. La falta de compresión del mito, de los símbolos, de la religión comenten entonces una grosera confusión, consistente en abandonar una mística superior (de la luz) para arrojarse instantáneamente en brazos de otra, confusa, parcial, débil, notoriamente inferior (las metafísicas de las tinieblas), que lejos de divinizar al hombre lo vuelven cada vez más mediocre, más pusilánime, más confuso, más vulgar y… más rebelde a las cosas del espíritu y aún de la cultura.



XXI.- Curso de Antropología Filosófica. La Mala Educación I Por Alberto Espinosa


XXI.- Naturaleza Madrastra: Figuras de la Rebeldía




21.1.-  La filosofía es: lo más saber posible y el saber de lo más posible. Por un lado tiene así la filosofía una vertiente enciclopédica, pues es el intento de saber lo más posible de todo, en un esfuerzo de la razón propiamente teórico, sistemático; por el otro es saber de lo más posible: de la razón, que ordena en sus categorías el sistema del mundo, siendo en este sentido lo más, porque… quién más que la razón, que la filosofía, capaz de ordenar la totalidad en un conjunto de saberes ordenados por sus principios y sus categorías? Quien más que la filosofía, que la razón, que los principios, que las categorías, que el sistema ontológico del mundo que espeja la realidad en su totalidad?  Pues sólo es más… y sólo…  el mismo Dios, por lo que la ontología no puede sino concluir en saber de Dios y de las realidades, de las entidades espirituales, , en el saber de lo más posible que sea a la vez lo más saber, es decir, concluye en teología.
21.2.- La antropología filosófica ha visto en la educación una  exclusiva del hombre, un propio o propiedad derivada de su esencia (que es la razón), por la que el hombre mismo puede incluso definirse como: el ser, el animal educado En efecto, el hombre es un “ser que hacerse”, o el animal que se educa y que es educado. Descuidar tal esencia del hombre, tal exclusiva de la especie, sólo puede redundar en el peligro de degradarlo a criatura de ser dado, como son los animales, regidos básicamente por sus instintos. Pero el hombre, por razón de su libre albedrío, por ser criatura espiritual, sobrenatural (aunque no sobrehumana), tiene que educarse en medio de una cultura que le precede, de acuerdo a una tradición.  
   El hombre nace en la naturaleza, por ser animal, pero no nace hombre; se hace hombre en el mundo de la cultura y el mundo de los símbolos: tiene que nacer al lenguaje y tiene simultáneamente que despertar su espíritu, es decir, tiene que humanizarse.
   Visto desde un plano metafísico, el hombre al venir al mundo trae consigo una ruptura de nivel ontológico, que tiene que armonizar, que estabilizar, por medio de la educación. Tiene así que entrar en el mundo de lingüístico de las significaciones y de las designaciones, que la letra tiende a matar, para vivir su espíritu. Restituir, pues, la solidaridad originaria del hombre con la naturaleza mediante un conjunto complejo de símbolos culturales solidarios del cosmos, llegando a restablecer la unidad, la divina unidad, entre los valores del hombre y los ritmos del universo: es decir, tiene que recuperar lo sagrado en la naturaleza y en el hombre mismo para evitar las arritmias y las catástrofes cósmicas (sequías, inundaciones, huracanes, etc.), pues la letra está todo el tiempo amenazada o por la petrificación (la letra muerta) o por la inversión de los valores -el caso más notable: la profanación de los sagrado consistente en considerar lo sagrado como profano (naturalismo) o, a la inversa, la secularización desviada de nuestro tiempo, consistente en considerar lo profano como si fuera sagrado (las herejías).
   Puede añadirse que en la cultura toda y por tanto en la misma educación, los símbolos más potentes de todos son o los míticos o los religiosos, debido a que en ellos se encuentra una referencia, directa o indirecta, a la totalidad –por lo que también entrañan una teoría del mundo, una filosofía, una metafísica. Lo símbolos, repetidos por la liturgia, por los ritos, en la oración (poderoso símbolo de comunicación con lo divino), el honrar a los antepasados, a los padres, a las figuras dignas de veneración, no constituyen así sino un reservorio de la memoria para dirigir la actividad humana en el sentido de sus fines últimos y más elevados –donde se puede ver un cordón de dependencia entre el símbolo y la moral. De hecho no hay, no puede haber, una moralidad social sin símbolos -pero se puede también adorar a un tirano, sacrificar a la nada u ofrendar a los ídolos.
   Uno de los fenómenos más dolorosos de la humanidad es la tendencia a revolcarse en el propio error: es destruir una religión, una simbología, una cultura superior para inmediatamente erigir otra... notablemente inferior. La falta de compresión del mito, de los símbolos, de la religión comenten entonces una grosera confusión, consistente en abandonar una mística superior (de la luz) para arrojarse instantáneamente en brazos de otra, confusa, parcial, débil, notoriamente inferior (las metafísicas de las tinieblas), que lejos de divinizar al hombre lo vuelven cada vez más mediocre, más pusilánime, más confuso, más vulgar y… más rebelde a las cosas del espíritu y aún de la cultura.
21.3.-  El hombre nace en la naturaleza, pero no nace hombre, sino a la humano, en medio de una cultura que lo rodea por todas partes, que lo precede y lo sucederá. Si se educa, entonces es que ha entrado en contacto con ese mundo del sentido, con ese mundo humano. Así, lo primero que tiene que que aprender es a hacerse hablante, pues, dando acceso así a la compresión y a la participación de los símbolos y significados de esa humanidad, y así al familiarizarse, absorber y asilar y finalmente recrear los contenidos la dela cultura poder  plenamente humanizarse. Porque el hombre no se hace hombre per se, sino que nos hacemos hombres, por delegación e incluso por investidura,  porque el hombre no se hace ni se maquila como si se tratara de un autómata, tampoco se hace a sí mismo, en abstracto, como si fuese hijo de la fortuna o de sí mismo,  o como si fuese hijo de la técnica o de las propias obras, sino que tiene a la educación y a la cultura como una madre, en el sentido de una instancia social, pues se educa y se co-educa con los otros en un mundo social, cuyo humus primordial no puede olvidarse del origen, del fundamento que le da sentido -imagen de la madre otra vez, o de la Iglesia, donde se simboliza a  la memoria, particularmente a la memoria de la unidad primigenia del hombre, que es la familia, que implica la reconciliación con nuestros padres, con nuestros ancestros y antepasados y finalmente don Dios. Por ello mismo la educación en tanto asamblea de los comunes, de los pares, no puede sino participar de la educación también como un símbolo: el de madre, que nos da un sentido de identidad, pero también de pertenencia, es decir, un alma, de una madre reconocible, pues, pero también reconocedora, pues  tiene que ser la educación el foro de la asamblea que abrace, donde se reconozcan claramente sus hijos.
12.4.-   Pasemos ahora revista a las contrafiguras: las de los rebeldes, los hombres que guiados por una naturaleza madrastra pueden en general calificarse también como desvergonzados: los hombres que hacen lo que no deben quedando a deber lo que no hacen.
   Mundo abigarrado, donde desfila la tribu de lobos de los desvergonzados, de los sinvergüenzas de toda laya y condición, que van desde la nutrida jauría de los cínicos al burlón, y del pendenciero al anarquista. En el centro se encuentra la caterva de los irrespetuosos, de los insultantes, de los antisolemnes, de los irreverentes, donde se da un olvido real de las normas morales provocado por la negligencia –que es difícil de curar, concluyendo en dolorosos procesos degenerativos de la mente, como el Alzhaimer o demencia senil, donde hay un profundo deterioro cognitivo, trastornos de la conducta, pérdida de la memoria inmediata, hasta llegar a la franca involución del sujeto a los estados embrionarios y prenatales por la pérdida total de la conciencia.
   En general manifiestan todos esos casos figuras tan desdichadas como desequilibradas de la conciencia moral en las que “el servidor se ha vuelto el amo”, convirtiéndose el desconocimiento, la ignorancia, la evasión, la mudez o el instinto en los verdaderos rectores de la voluntad. Conductas que así, por más que se consideren como libres de ataduras, se encuentran en realidad encadenadas a las bajas potencias, siendo entonces el hombre esclavo de las pasiones, de los caprichos de la subjetividad, de la turbiedad del entendimiento, de la parálisis de la emoción o de la dogmática rigidez e inercia en sus comportamientos, y creando en su torno un estado de egoísmo generalizado, que no puede sino redundar en una conjunta miseria común.
21.5.- El cúmulo de personas sin respeto, ni de sí mismos ni de los otros, es hoy en día innumerable. Sin embargo, todos ellos parten de actitudes comunes que pueden cristalizarse por medio de sus figuras.
   Así, el rebelde es inmódicamente el insidioso, el bellaco que hace la guerra desde lejos, preparándose desde su sitio, desde su sillar, desde su cátedra, a tender una emboscada, a poner trampas, a engañar, siendo su principal arma la de la desorientación (la ocultación de un valor por medio de rodearlo por un muro de mentiras, el rumor, la calumnia, cuyo objeto es crear la confusión del “malentendido”). A diferencia del francotirador, el insidioso se encuentra si no en sitio al menos si sentado, instalado en algún lugar, en un sitio (sedere), desde el cual otea el panorama a corromper o a conquistar.
   La insidia se deriva de la perfidia. Porque el pérfido es quien no tiene fe, o quien al perder la fe y no poder creer actúa de mala entraña, con mala fe, de mala leche, siguiendo así en su comportamiento aquello que no es provechoso. Su estigma es la sordera; sordera del rebelde quien termina por ello siendo o un caradura o un vil zopenco donde el instinto toma todo el control, usurpando por ello también la autoridad, deviniendo el ser humano en ser de naturaleza dada al esclavizar al hombre a la mera lógica de sus pasiones (de riqueza, de poder, de placer).
   Las manifestaciones de la perfidia son pluriformes, sus insolencias sin cuento. Su fe ciega, su fe sin sentido lo lleva a delinquir llevando a delinquir a otros, a quienes arrastra en su caída. Su arma principal es así “la solidaridad en el error”, pues basta ser víctima de un solo error, pero fundamental, para solidarizarse con una serie de gente con quienes daría vergüenza andar, pero que también practican el mismo error pero a niveles cada vez más bajos. La mala fe del hombre pérfido cuela la idea de que Jesús, por ejemplo, no es divino –error radical, que no sólo niega una creencia, mística y teológica, sino la realidad misma del Rabbi, del Mesías, y de su autonomía, volviéndolo por decirlo así un evento meramente mental. Una víctima de su perfidia afirma entonces que si no divino si fue al menos el hombre más sabio (B. Russell); el siguiente adelgaza concediendo que fue tan sólo un gran sabio más; el que viene afirma que no, que fue esencialmente un utopista, un profeta social, un revolucionario; el activista sostiene que ni siquiera, que fue no otra cosa que un simulador, un loco, hasta que por fin el último concluye que es un cuento, que no existió en la absoluto.  
   Otro error de los comunistas de salón late en esa misma esfera, al afirmar en bloque que no es el adulterio un pecado –pues empiezan por ser ateos, por no tener religión, y así, como nada se caracteriza por su no tener, sustituyen entonces la ley moral por un vago sueño de solidaridad con el prójimo, sobre el que, por otra parte, no dudan en realizar todo tipo de trapacerías, actuando incluso de mala fe, reduciendo al hombre a un número, a una estadística, a una abstracción, animados por el oscuro sentimiento de la perfidia. Otro más: le fe tecnológica en los códigos de la teoría lingüística, que permiten alegremente montar un metanivel sobre nivel, un segundo piso sobre el piso, sobreponiendo y presionando al poner sobre las espaldas de la esencia a la existencia, sobre el orden y la necesidad a la fortuna equilibrista y sobre la moral… un más allá del bien y del mal –que no son sino expresiones de un absurdo y mismo nihilismo activo, pues más allá del bien del mal no hay propiamente nada, o al menos nada que pueda considerarse humano (ya que justa y fundamentalmente el hombre se define por su a priori moral, por estar divida su naturaleza desde la raíz por las posibilidades del bien y el mal), tendiendo así un aparatoso puente aéreo que no cruza ningún río, que no salva ningún abismo y que, finalmente, resulta inútil, pues no sirve para nada.
   Así, la larga lucha de la humanidad por liberarse de sus cadenas, colectivamente por alcanzar el reconocimiento de los derechos humanos y de la justicia, por medio de un social interés activo en la persona, cede su puesto a las reivindicaciones, solidarizándose los más en el costoso error de reivindicar el escorzo más cuestionable de la modernidad: su tendencia al inmanentismo, inventándose así a la vez una utopía que los justifica, idealista por necesidad, por más que sea inmanente, decidiéndose a bajar la razón a la tierra bajo la forma de la rabia o de negligencia (la razón histórica), cubriendo la tierra de bostezo o baba en su miserable intento de querer justificar a la historia por sí misma, cosa imposible, de manera tan inmanente como vacía, pues en realidad no estarán fundando sino en algo que propiamente hablando no existe: el futuro, y de un futuro utópico por lo demás, eviscerando así las acciones humanas de todo sentimiento de respeto, de todo símbolo transhistórico, de toda espiritualidad, de todo horizonte y finalmente de toda trascendencia.

(Continuará)


jueves, 19 de septiembre de 2013

El Error de Behemoth (Llamado a un Socialista) Por Alberto Espinosa



   El choncho chancho del astroso rancho de lo que vive es de ensancharse -mientras se dedica a la innoble tarea de ensuciarse, revolcándose alegremente entre el lodo, el barro pestilente y los chancros de sus propios detritus. Asimismo, uno de los dobleces más característicos de la conciencia socialista es querer ocupar toda la marquesina sacando, como si dijéramos de pasadita, a todos sus compañeros de escena. Tentación de lo protagónico, que duda cabe, que al tener que cantar por tanto a pelada capela, y descubrirse afónico, no tiene otra salida que apelar atónito al recurso externo de abrir los brazos de par en par, para llenar con un enorme abrazo y entre suspiros de resignación, todo el escenario, ocultando de tal manera su vacío interior -o, en el peor de los casos, abrazándose a sí mismo, como el perro aquel de las tiras cómicas que volaba al cielo por el éxtasis producido en su exquisito gozo al mascuzar su sazonada galleta. Tentación socialista, decía, que rinde culto a la personalidad única (la suya), y que como una droga, como un culto al milagro, revela su paganismo hiriente al postrarse de hinojos ante su propia efigie para venerarla, en una actitud que, sin embargo, va minando la instancia de lo social en su raíz misma. Error consistente, pues, en -al seguir una única vía, un único camino, un único partido, una utopía, un sueño único, una personal fantasía de la infancia-, querer tomar toda la palabra para inundar la palestra –dejando por tanto sin voz a sus hermanos, los cuales, como el Leviatán del relato bíblico, se apelmazan sin remedio unos contra otros, mudos, no dejando resquicio alguno entre la imbricación de sus impenetrables y apretadas escamas.





jueves, 12 de septiembre de 2013

XX.- Curso de Antropología Filosófica Por Alberto Espinosa


 XX.- El Hombre Moderno-Contemporáneo: el Existencialismo Inmanentista

20.1.- Hijos de nuestro tiempo, no podemos sino tener los pecados, las debilidades, las defectos de nuestros siglo o mundo. La época moderno-contemporánea está caracterizada  por el fenómeno en verdad notable de su extremismo y excentricidad, que es el espectáculo sólito, cotidiano, de hombres sacados de su centro, por el afán extremista de nuestro tiempo de vivir esta vida de manera meramente inmanentista, en una vida que se agota a sí misma sin trascendencia posible –o como si Dios no existiera. Vida en ausencia de Dios, pues, que ha conducido a que cada quien, sirviéndose más que de los poderes de su razón de las inclinaciones de su subjetividad, persiga su propio camino, y en la que todos se han perdido, erosionando de tal manera el sentimiento de respeto y minando los ejes radiales del mundo moral o axiológico que, al carecer de centro se ha quedado también sin medida, adoptando las más caprichosas escalas o conjuntos de valores.
   Así, una de las características más sobresalientes del hombre contemporáneo es el de su desequilibrio moral, resuelto en la imposibilidad de alcanzar la felicidad o el armónico equilibrio de la naturaleza humana –lo cual se revela con síntomas cada vez más patéticos de insatisfacción, de evasión de la realidad e incluso de abierta negativa  de acceder al simple e ingenuo goce de vivir.
    En sus puntos más agudos tal desequilibrio se revela como todo un complejo de doble desequilibrio u oscilación onto-axiológica en el hombre, que es el fenómeno de la doblez de la naturaleza humana, del ánimo doble, dubitativo, irresoluto, en el que el sujeto experimenta tan pronto el ausentismo (el hoyo en la conciencia) como la franca enajenación o alienación –relacionándose tales experiencias directamente con el delirio o la posesión. Ser ajeno a uno mismo podría caracterizarse como una falta de reflexión… y como un experimentar en cabeza propia los caminos descendentes de la libertad e incluso como una completa pérdida de la libertad (ya se neumática, ya psicosomática), o como una esclavitud (asunto sobre el que reiteradamente habremos de volver).
20.2.- Puede afirmarse de manera un tanto hiperbólica que el hombre moderno-contemporáneo es el hombre de la excentricidad y del extremismo, que no es otro que el hombre del existencialismo: el hombre que al darse el ser axiológico a si mismo , al autolegislarse, acaba por ser simplemente de hecho y sin razón de ser, mortalmente hostil a toda naturaleza y a toda esencia, dominado por la hybris fáustica o desmesura y secularización desviada de nuestro tiempo (Habermas), que acaba por ser, por lo tanto también, el hombre rebelde.[1]
20.3.- Nada más sólito en nuestro tiempo que el universal concierto de los antiautoritarismos… que acaba por reclamar para sí toda la autoridad –ganado de tal forma lo declara desde un principio perder. Nada más común y corriente que ese mundo donde cada cual se declara oveja negra, jugándose así original, siendo al cabo su diferencia idéntica a la de todos los demás –generalmente una calca, una simulación, una mala copia de un modelo de la rebeldía.
   Mundo que ha hecho de las vanguardias un academicismo, de la ruptura de la tradición una tradición, de la revolución una institución, de la originalidad un gregarismo, de la singularidad una excentricidad, del socialismo un burocratismo que mina lo social en su raíz misma, de la disidencia un sistema de pensiones, de la rebeldía un abierto clamor para ser agasajado y hasta hacer del existencialismo una filosofía –donde el ataque a la buena conciencia se fabrica otra buena conciencia aún más inexpugnable, mediante los señalamientos denunciatorios y cada vez más autoritarios, acusando al otro de inhumano mediante otra inhumanidad cada vez más desalmada. Pensamiento rebelde también, que se da a la tarea de estar siempre desmarcado, cada vez más allá, más lejos de sí mismo, donde ya no puede ser hallado en falta, pero mordiendo el polvo al caer de bruces en las contradicciones explícitas de su propio “doble-pensar”, tan propio de la llamada postmodernidad y que acaba por paralizar al pensamiento mismo (“pathablar”). Verdadero paradojario que, como las modas estrambóticas de algunas épocas, ni vemos ni nos causa asombro a fuerza de su pertinaz repetición y reforzado por la rutina, la tétrica locura del convencionalismo, la presión histórica y la  propaganda.
2.4.- En el fono se trata de la consagración del hombre moderno, del hombre rebelde, no del todo ajeno al homo faber –tanto al fabricante de utensilios, herramientas, máquinas, artilugios, artefactos, métodos y procedimientos, como al hombre que usa y frecuentemente también abusa de ellos, en una espiral descendente de maquinización, de repetición en el uso y la automatización de procedimientos, hasta el grado de automatizarse, de llegar a ser él mismo un autómata dominado por el utensilio, por el artefacto, por la máquina o por el procedimiento (tecnocracia, pues, que se suma a los caracteres de excentricidad, extremismo, existencialismo e inmanentismo del hombre contemporáneo).
   Por su parte el uso y abuso de los artefactos tiene un claro sentido de aceleración de la velocidad, de recorrer mayores distancias cada vez en el menor tiempo posible, a lo que va ligado los imperativos técnicos de la eficacia y la eficiencia. Es de lo que se trata, en efecto, es de hacer más cosas en el menor tiempo posible –pues la metafísica del hombre moderno no es otra que la de la inmanencia, la de un tiempo que se consume, que se agota a sí mismo, que no va más allá de sus fronteras, que se desgasta, que se pierde sin poder ensancharse las fronteras del futuro, cayendo por tanto bajo la lógica del placer efímero, del egoísmo agresivo o de la ambición de poder.  Mundo por tanto donde nos falta el tiempo, donde no hay tiempo que perder y… donde al tiempo se va sin volver no se le echa ni una mirada de adiós o despedida, al estar sujetos los hombres a la presión de la aceleración del tiempo y de la historia –sujetos, pues, al poder de Cronos, devorador de sus hijos.
  20.5.- Filosofía de la historia, dialéctica de la temporalidad construida a base de negaciones y de negaciones de las negaciones que, sin embargo, no engendran una tradición, una continuidad reconocible en el tiempo, sino la discontinuidad del fragmento e inconexo, de lo particular o de lo meramente subjetivo. Todo lo cual conducente a un mundo donde reina la incomunicación, el capricho, el excentricismo, el confinamiento existencial y el secularismo desviado de la libertad descendente.
   Mundo también dominado por una universal sordera donde pululan los simuladores, los fingidos, los engañadores, los actores y los falsarios, que al evadir la reflexión sobre si y sobre los fundamentos de lo humano en realidad lo que evadan es el reconocimiento de sí mismos y del prójimo,  esquivando así toda responsabilidad, haciéndose los suecos o, colando alguna cosa que no se debe o a alguien en alguna jerarquía o en algún lugar que propiamente no le corresponde, haciendo así pasar gato por liebre.



[1] Jürgen Habermas y Joseph Ratzinger, Entre Razón y Religión. FCE, Colección Centzontle. México, 1ª Ed. 2008.




El Vicio y la Virtud Por Alberto Espinosa

El Vicio y la Virtud

La virtud es la procura de la perfección, del equilibrio armónico de la compleja naturaleza humana, entre lo sensible y lo suprasensible (entre la sensación y la intuición o inspiración), entre lo natural en el hombre y lo sobrenatural que también hay en él (pero no sobrehumano), entre lo racional e intelectual y lo emocional (que determina los movimientos del ánimo), y entre los impulsos y sentimientos egoístas y los sentimientos sociales o altruistas -de por sí más débiles y necesitados de un reforzamiento por medio de la educación y la cultura, si no de la política.
El vicio es la incuria de tal perfección, el predominio de alguno de los extremos polares de la compleja naturaleza humana, en detrimento de la perfección equilibrada, el cual tocaría su mayor extremo de insatisfacción cuando se anula la voluntad de vivir o se deja de perseguir el fin de la felicidad o el ser deja de persistir en si mismo o en aquello en que consiste. Los desequilibrios son efectos de causas físicas o culturales, donde se da lo contra-natura, la naturaleza dividida contra sí misma o la pugna entre partes de ella. El mayor vicio, cuando socialmente es premiado el vicio y desconocida y hasta penada la virtud.
Si la felicidad es el logro de perfección equilibrada de la naturaleza humana, ésta no parece un ser estado asequible sino como alternativo y correlativo al de infelicidad. El vicio debe ser por tanto penado; la virtud recompensada. La política de la moralidad, la pugna de la eudemonía humana por ser universal, incluye así la pugna contra tales desequilibrios -muy notablemente la pugna social por el establecimiento del vicio penado y la virtud recompensada -que es el complejo fenómeno del reconocimiento social de los valores. Es decir, el fin de la felicidad, de la satisfacción, no puede alcanzarse si no concurren también factores sociales, políticos, para lograrla.