lunes, 18 de febrero de 2013

De Vuelos y Toboganes Por Alberto Espinosa



El mayor mal de las filosofías modernas ha sido su rampante subjetivismo –producto de su desapego congénito a la tradición, a su odio mortal por las esencias y a una muy deficiente concepción de la libertad de conciencia. En uno de sus oscilaciones más turbulentas y tempestuosas se revela en su extremo bajo la forma de la corrupción de la objetividad, en la mística de la pseudotransa y la pretensión social de las masas a alcanzar un puesto en la cultura, mezclando el refinamiento de la moda a la vulgaridad profunda. La corrupción, en efecto, puede verse como una falta completa de medida y de proporción, como una desmesura (hybris), conducente a una hinchazón flatulenta del ego, adocenado por el cebo del confort materialista y que resulta blandengue por razón de una exagerada bonanza de la carne la cual, evidentemente, exige a voz en cuello ser saciada.
Problema filosófico si los hay, porque la corrupción entraña cuestione de tal hondura que rayan en cuestiones metafísicas, al basar sus pretensiones en toda suerte de místicas inferiores que terminan por empeñarse para finalmente disolverse en absolutos vacíos de esencia fuertemente tóxica. Metafísicas desviadas, erradas, que sembrando la confusión en los espíritus instrumentan paralelamente el caos mediante una doble astucia, consistente en ganar aquello que se declara abiertamente sin valor o perdido. Así, el disoluto, absolutamente ciego en cuestiones de nobleza, ajeno por completo a la dignidad elemental del ser humano, quiere hacerse pasar por moralista, exigiendo a los otros lo que ni es exigible ni tiene voz para pedir, fingiendo así una autoridad que previamente había dinamitado hasta sus cimientos. Entonces el extraviado en el camino anhela la conducción y se hace pasar por guía de escolapios inscribiéndose de entrada en el SENTE, como garante, para ser gente decente; por su parte, el intoxicado moral por prácticas pederastas prescribe sobre la salud de la grey y pretende no se que oscuro papado organizando carreras académicas y sesudos congresos filosóficos; el proxeneta destila su hiel en versos manirrotos que ensalzan la ruindad y la codicia, teniendo por publico a los ignaros burócratas de su localidad, que como autómatas lamebotas encuentran natural encumbran sus sandeces -y es así que el burro se mete a pedagogo y el cocodrilo a redentor para ser socialmente  aplaudidos y premiados.
   Refacciones de las rarefacciones sociales que muestran vivamente, en los reflejos de sus esquirlas rotas, lo destemplado del concierto social, compuesto por una orquesta de desafinados aferrados que llegan siempre tarde a tocar en el último momento, in extemis, el platillo de cobre para con la nota final dar broche de oro a la opertura. Hombres de una susceptibilidad exasperada también, que al montar su circo, con incuestionable destreza, en cabriolas de simulaciones y fingimientos sin cuento, abdican simultáneamente a la realidad –encontrándose por ello propensos a sufrir toda clase de humillaciones, pues es justamente la mismísima realidad la que los lacera, la que los mide y la que los socava, cortando de tajo sus vertiginosos vuelos fantasiosos por la ingrávida neblina de sus especulaciones megalómanas, para ponerlos de patitas en la tierra. Doble rizo invertido (flopy de lop) que muestra sus deslices en lo que tienen de acrobacia, sin duda asombrosa, de mosquito, pero también de permisividad y de ruptura de la norma y del pacto social. Falta de gravedad, pues, que equivale a una completa falta de espíritu, cuya atmósfera vacuificada, cuyo nihilismo, construye artificialmente su medio ambiente a partir de reiteradas descalificaciones del valor, de ninguneos, de intencionales ocultaciones y reiterados olvidos –creando así su sistema de vuelo a partir de un valor que no valora, donde el valor es un hecho que simplemente acontece, que a partir de un invisible salto mortal fundacional quisiera reivindicar para su causa, con proclamas callejeras de larguísimas culebras, para así convertir el valor en ese lluvia que cae después de la tormenta: en un monótono y vagaroso chipì chipi inocuo, incómodo y sin sentido, tras cuya fina estridencia descansa, confortablemente, su incurable y fatal sordera.







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