viernes, 22 de febrero de 2013

Balance, Desequilibrio y Cifra Por Alberto Espinosa



 

Difícil resulta hacer un balance de nuestro tiempo, marcado precisamente con el signo del desequilibrio, la doblez y el desbalance -lo cual, sin embargo, pone de manifiesto cuando menos el a priori moral del hombre, que no es sino el signo, impreso como en especie alguna, de estar en todo tiempo afectado un doble desequilibrio u oscilación onto-axiológico (ciclotimia) en donde se debaten las posibilidades de la libertad humana del bien y del mal. Debate que en sus puntos extremos llega a dividir la misma naturaleza del ser humano, hasta el punto de escindir, desgarrar y enfrentar entre sí partes del psiquismo, poniendo en contradicción al alma humana, siendo los casos extremos, cuando el conflicto se ha arraigado y vuelto permanente, imposible la recuperación completa del equilibrio, por razón del sorprendente fenómeno, sólito en nuestro tiempo, de la alienación, de la enajenación espiritual (la cual recorre una gama de estadios, que van del mero neurótico al mentecato, culminando con el definitivo poseso). Las causas de tal desorden, que pareciera preanunciar el advenimiento del caos, deben buscarse en la corrupción y decadencia de lo que por siglos fueron los centros mismos de orientación espiritual: la religión rebajada a comedia de vacuo ritualismo, aguijonada por las intrigas y las ambiciones abismales de pederastas con sotana; el arte vaciado por los moldes de las frívolas vanguardias y el abuso de los especuladores financieros; la filosofía sumida en un positivismo rancio o en retórica de salón, cuyo fondo cientificista y alianzas tecnocráticas resulta impotente para colmar los anhelos metafísicos del ser humano, los cuales son inmediatamente acallados con el placebo de toda suerte de místicas inferiores. Así, nuestra época se desliza imparable hacia el mundo de abajo, entrando en el palacio de espejos las apariencias sensibles, donde sólo vemos reflejos fragmentados de la realidad y de nosotros mismos, danzando vertiginosamente en nuestro torno. Época, pues, debatida bajo el signo de la paradoja y de la negación: negación de las esencias y de la propia naturaleza humana; mundo de simuladores, de gesticuladores, de farsantes y de fachadas, saturado de gestos innobles donde se hace una mímica de la comunicación, pero donde se rehuye toda compenetración espiritual con el interlocutor por carecer de un fondo espiritual común y hasta de un fondo; mundo de protestas sin cuento, donde sin embargo se apela no más que a la nostalgia, movida por la melancolía de una era de oro perdida en la memoria de los tiempos, y cuando no resulta ser sólo un remedo de la libertad, que sólo se ejercer para corromperla, sirviéndose y en nombre de los demás de amplias cucharadas, que no sirven sino para llevar agua al molino propio; siglo de socialismo, donde se niega ipso facto al otro, rebajándolo a cifra, avalada por el culto de las masas, o disminuído al grado del infantilismo, por mor de la manipulación social y la moral de los señores, que trabajando siempre en nombre de lo social a la vez que intentan inventar una serie valores donde su manifiesta su irredenta tendencia a la predación y su insaciable afán de apropiación; mundo también del formalismo vacuo que quisiera sustituir a las cosas por la magia de sus dobles, ya sea en ritualismo fatigado de la liturgia oropelesca, ya en el formalismo de las lógicas sin metafísica, ya en la belleza abstracta donde la prioridad del significante devora sin residuos toda significación efectiva de la obra, ya en la mecanización de procedimientos que no pueden producir sino aburridos autómatas burocratizados y adocenados finalmente por el confort de las prestaciones sociales y el consumo mercadotécnico. Su cifra final, su cábala fatal, no puede ser en resumen sino el desequilibrio, tenso y explosivo, debatido en los extremos oscilantes de la transgresión y la parálisis: entre un gozo que no goza y un poder hacer las cosas pero que no las hace. 







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