viernes, 14 de septiembre de 2012

¿Porque no yo También? por Alberto Espinosa



   El egoísmo empieza a ser pernicioso cuando empieza a envidiar, aunque todavía no odie, o cuando se siente seguro en su terreno y empieza a ser arrogante y quiere hacerse “visible” para figurar, o cuando se autoconfiere en una categoría absoluta que lo pone en un sitio aparte, concibiéndose a si mismo como un “elegido” o como un ser de excepción. Porque es desde esas posiciones que se empiezan a desear cosas para las que no hay motivo que le sean dadas o conferidas, y cuando consecuentemente se empiezan a codiciar los méritos, categorías o dones de otros; es también el lugar desde donde se empieza a odiar con rencor corrosivo a quienes tienen esas cosas que envidia, porque justamente no le son conferidas o no son suyas.
   La jerarquía, signo distintivo del mundo del valor, se borra entonces para dar lugar a la desmesura y a la indistinción, para las cuales las magnitudes son relativas al sujeto, medida de todas las cosas, quien pasa así a obliterarlas, cayendo de barriga en la resbaladilla jabonosa del subjetivismo, haciendo depender entonces el bien y el mal de factores personales o contingentes. Como cuando el amante dice; si me amas, eres el bien; si no me amas, eres el mal. Sociológicamente, políticamente, se reproduce esa parcialidad del subjetivismo en la famosa “cargada”, que le apuesta a un político por razón directa de cálculos salariales y posiciones de poder, y para la cual el contrincante, el adversario es el encarnación misma de los males del mundo, mientras que la figura influyente en tal psicología se convierte prácticamente en un ser sobrenatural o en un santón preclaro y repleto de méritos, llámese Perón, el General Cárdenas, López Obrador o el demagogo en turno. Así, se hace depender de factores enteramente subjetivos no sólo el bien y el mal, sino también el amor y el odio.
   Se trata de un simpe paso, pero de un salto mortal, de quien no se conforma con el propio escenario, con el propio papel de espectador y quiere de improviso quiere también subir de alguna manera al foro para ser aplaudido, aunque lo haga trastabillando y tartamudee al tomar la palabra, que si la tomara la tomará toda para sí dejando en la mudez a sus hermanos; es también el espectador que aplaude a la primera estrella cuando lo mira y se fija en él, pero cuando no lo mira deja, ufano, de aplaudir; o de quien se tira al ruedo para gritarle al público taurófilo que no, que se equivocan, que el torero es un asesino vestido de homosexual perpetuando una costumbre bárbara: es también el caso de quien se siente fuerte en su propio terreno, seguro de si mismo en su mullido sillón, y desde ahí se pone a descalificarlo todo y ofender a medio mundo; o, por último, el que se lanza a la bartola para dragonearla de “poeta” por el mundo, sin saber una palabra de prosodia o de versificación y sin el menor oficio, o de quien se hace llamar “filósofo” en su oficina, tal vez  porque de joven leía a Nietzsche junto con Herman Hesse en el astroso local oscuro que los porros habían negociado con el director de la preparatoria, sin tener luego la menor idea de su historia, ni de los misterios más elementales de la esquiva disciplina.
   Error todo ello, porque no es lo mismo el que desea, que el codicia algo; como no es igual ser escuchado para ser comprendido que ser escuchado para ser obedecido; ni la misma cosa hablar para decir algo a alguien, que hablar para que los demás se callen. Porque son posiciones radicalmente distantes la de quien quiere la verdad y es por ello el guardián de su sitio, que quien la espía para tomar su puesto o para darle caza.
   Los hombres que dicen: ¿Y por qué no yo, porque no también yo?, están generalmente equivocados. Frecuentemente obtendrán lo que desean, pero estará muerto o no será nada –que es el castigo que reciben todos los ambiciosos. Porque en el arte buscarán no el valor de la participación, sino el del éxito; buscarán tener la verdad, pero aprisionándola mediante algún dogma establecido o una puerilidad cínica y desafiante. Tendrán entonces el puesto de aquello que codician, pero no podrán expresarlo, siendo por ello insatisfechos crónicos que a lo que aspiran en realidad es a la muerte –mudos, irresponsables, que como los artistas vanguardistas apuestan por aquello que nos tiene, que nos tienta, volviéndose huérfanos de aquello de donde somos y a lo que no pueden hablar, no pudiendo, en general, responder de frente a nada.    




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