sábado, 12 de octubre de 2013

Sobre la Justificación Por Alberto Espinosa



   No es injustificado decir que una de las exclusivas humanas o de sus características más radicales es su necesidad de justificación –ya sin justificación, pues tal característica constituye el a-priori moral mismo del ser humana, que se presenta por tanto como un postulado, como un horizonte de sentido ya irrebasable. Límite radical del ser humano, al que precisamente por ello puede definírsele como el animal menesteroso de justificación –especialísimamente de dar razón de si mismo, ante sí mismo o ante otros, para mostrar la validez o cualidad de su verdadera efigie (que se puede mentir, pues se pueden mentir no sólo los hechos, sino también el sentido, por que el hombre puede así mentir-se a sí mismo).
   Ante el hombre pueden justificarse muchas cosas, pero de la justificación que más necesita es la de sí mismo, la de su propia existencia: ante otros (el padre, el hijo, el jefe, el subordinado, el hijo, ante la amante, ante el mismo enemigo); más radicalmente precisa justificarse ante sí mismo; in ordo súmmum requiere justificarse ante Dios (instancia transhistórica, fuera del tiempo, definitiva, eterna), que sería obra exclusiva del sentimiento religioso en el hombre o de lo que en él haya de homo religiuosus (en modo alguno ajeno al sentimiento de la justica y del respeto, sino parte esencial, sustantiva, de ellos).
   El hombre, en efecto, es el animal religioso que es, pues, por requerir con necesidad suma estar justificado ante Dios o de dar ante Él y su divina razón una satisfactoria razón práctica de si de ser. Para la razón humana, por razón del principio intelectualista, todo se presenta como menesteroso, como necesitado, carente, menesteroso de justificación. La razón de la necesidad de justificación se presenta entonces como una falta de razón –que postula y a la vez busca la razón que falta, para así poder “salvar” los fenómenos, las apariencias, explicándolas; mientras que lo no tiene justificación o se presenta como no teniéndola, no puede menos que presentarse como incomprensible, inexplicable, impenetrable, como infundado o eminentemente irracional, como amorfo o arbitrario o como puro hecho bruto y sin razón de ser… y, finalmente por ello, como perdido (sin razón teórica o efectiva), o como no teniendo derecho a la existencia (existencialismo).
   El hombre tiene que justificar algunos actos propios (e incluso ajenos) ante otros y ante él mismo. Pero ante quien tiene uno mismo esencialmente que justificarse es ante Dios –por más que la justificación ante Dios resulte una justificación ante uno mismo, que por la peculiar constitución de tal verbo reflexivo tampoco dejaría de ser, conversamente, la justificación ante uno mismo justificación ante Dios. De hecho ante Dios tiene que justificarse todo lo demás también: lo ajeno y lo propio; todo lo infrahumano y lo suprahumano; las acciones, omisiones y los pensamientos; los seres mismos en su integridad, toda su índole e incluso su misma existencia, es decir todos los seres (sustancias) tanto como las cosas de los seres (modos). Y de hecho ante Dios, el ser en sí y por sí, no sólo se necesita justificarlo todo, sino que de hecho se justifica: todo, hasta el mal, hasta la nada –justificándose ante Él mismo su creación entera por su gloria. En cambio si todo ha de justificarse ante Él, resulta tan imposible como innecesario que Él mismo se justifique, siendo entre todos los seres el único ni necesitado ni menesteroso de justificación, ni ante sí mismo, ni mucho menos ante ningún otro ser –por ser el sr perfectamente justificado, el ser santo, perfecto, que es. Diferencia radical, pues, entre el hombre y Dios; pues si el hombre ha menester justificarse ante otros seres, ante sí mismo y ante Dios; Dios en cambio no tiene necesidad de justificarse ante nadie –para la Teodicea, Dios se justifica por su propia naturaleza. La razón práctica de la Creación puede encontrarse en su utilidad, no para la gloria del hombre, sino de Dios.
   Por su parte el filósofo sería un tipo de hombre peculiarísimo que, en el intento de justificarse a sí mismo ante sí mismo, intenta la justificación teórica (fundamentación) de todo lo demás, de todo lo habido y por haber, o el hombre necesitado d una justificación teórica de todo –tarea tan basta y dilatada que extiende a todo lo largo y largo de la historia de la humanidad en lo que esta de especie filosófica o anhelante de saber, y de un saber teórico al menos, total (para asemejarse a Dios, que es motivo recurrente de la soberbia filosófica).  La filosofía, en efecto, no es otra cosa que el esfuerzo del hombre por justificar ante sí todo lo habido y por haber, todo de lo que se tiene noción o simplemente sospecha, desde la existencia de la naturaleza inanimada hasta la esencia y la existencia de Dios –pasando por el examen de su propia naturaleza, esencia y existencia, aunque este último esfuerzo le resulte frustráneo al no pode dar razón con los instrumentos que posee de que haya un ser como el suyo, que es el misterio del hombre en la naturaleza. Pero cuando la ciencia quiere ir más allá de este misterio afirmando que la naturaleza no tiene un fin, una utilidad, no sólo le niega todo servicio, sino que condena a la naturaleza misma a una facticidad sin explicación, sin justificación, ni siquiera teórica, a la vez condena al hombre a ser puramente de hecho y sin razón de ser, despojándolo entonces de ser el animal filosófico que es, es decir, condenándolo, arrojándolo sin piedad y sin misterio a la arena del crudo, del cínico existencialismo.
   Las razones de la justificación pueden ser teóricas o prácticas. Las razones teóricas propiamente fundamentan el saber; las razones de la razón práctica propiamente justifican un ente por su servicio, por su utilidad o por su finalidad (es decir, por su bondad, por su provecho, por su satisfacción). La razón práctica responde pues a la pregunta ¿para que sirve… lo que sea? Si para nada sirve se presenta por tanto como no teniendo derecho a la existencia –como todo aquello que es inútil, que acaba por estorbar. Por ello hay una razón práctica de todo: d la teoría, de la ciencia, de la filosofía, de todo lo real… a diferencia de lo ideal (que tiene una razón pura, teórica, o es en si y razón de sí).
   Cuando el filósofo es más modesto puede extender su afán de justificación personal a todas y cada una de las acciones específicamente humanas (en la ética o en la antropología filosófica) –pero también a toda su manera de ser, a su carácter, a su personalidad, a su existencia (o filosofía antropológica y filosofía de la filosofía). Pero más común y restringidamente, el hombre necesita justificar prácticamente (justificación) las causas y los efectos de sus acciones morales, digamos que por el dinamismo de su naturaleza (amores, odios, temores, ambiciones, ilusiones, etc.). Porque ser hombre es esencialmente sentir la necesidad de ser afirmado, confirmado en su ser, justipreciado por otros, de ser reconocido por los otros, que es propiamente la instancia social de la justificación, consistente en dar razones de ser y en recibirlas: en reconocer a los otros y ser a la vez reconocido por ellos –en un mundo desquiciado por el desconocimiento de la persona humana y hasta de la divina persona o severamente erosionado, enajenado y diezmado socialmente, como es el nuestro.
   La justificación en el sentido religioso se expresa en la necesidad de lo que en hombre hay de religioso de estar justificado pro Dios –prácticamente, por su utilidad, por su servicio, por ser de provecho; o condenado, por su inutilidad, por su maldad, por su oportunismo, etc.; y finalmente por su misericordia, porque aunque Dios no lo juzgue digno de salvación, aún así lo salve juzgándolo indigno (limitadamente), o no, o lo abandone y lo deje precipitarse al vacío, a la nada. La razón de ser de la justificación se presenta entonces como falta de merecimiento de la salvación, de la salud y finalmente de la bienaventuranza, en razón a su vez de la pecaminosidad humana –de la que Dios puede salvarnos por su perfecta misericordia o bondad, por su libérrima e incomprensible voluntad, o dejándonos caer a las cavernas de los castigos eternos, a su vez justificados por la fortaleza de Dios.
    Exclusiva del hombre, específicamente del hombre religioso, es la necesidad de ser justificado ante Dios. El hombre, en efecto, es el ser menesteroso de justificación, que pide, que busca y que da razón de ser de todas las cosas y, esencialmente, de sí mismo: que necesita, que precisa estar justificado ante los otros, pero también ante sus propios ojos. El hombre es pues el ser necesitado de ser afirmado por los demás y por si mismo. La justificación ante Dios se presenta como señera, como insuperable, por dos razones: porque ser justificado ante Dios equivale a ser salvado (pues aunque nos condenamos solos, necesitamos de una instancia sobrenatural para alcanzar la salvación); también porque tal justificación  define la posición y el lugar preciso que el hombre tiene con respecto de la totalidad, de la creación toda (su puesto y lugar en el Cosmos). De ahí la necesidad del juicio –pero también de la promesa.
    Como todo lo humano, puede haber engaño cuando se intenta convertir en deuda a la promesa, cuando se la ama en nombre de su cumplimiento y no de ella misma (no de que es promesa). En cambio, cuando se acepta la promesa no se puede exigir que se cumpla lo prometido, sino sólo esperar al decirle si y sin condiciones –e incluso amarla, aunque no se cumpliera, amarla por la libertad con que fue hecha. La confusión, el chantaje, estribaría en exigir su cumplimiento y transformarla en deuda, en tomar la palabra empeñada no como empeño, sino como venta. Por ello es siempre ilegítimo tomarle la palabra a la promesa para convertirla en obligación, y lo único legítimo es guardarla, atesorarla en nuestro corazón (Tomás Segovia).   
   Puede agregarse que la justificación de la existencia sólo se alcanza transitando por el camino de la justicia, de la equidad, del amor, por la senda del centro. Pero el camino del centro no está exento de sufrimiento, porque implica asumir la propia responsabilidad, con todo su peso, liberándonos así, sin embargo, del mal, del tan dañino subjetivismo, del reino de las apariencias del mundo y de los deseos, que equivale a un velo, a una ceguera, lo que a la vez permite adquirir una gravedad, una sobriedad también, que es lo propio de todo lo espiritual. Tal camino es el de la purificación por el fuego, pues en la aflicción e incluso en las tribulaciones es que se quema la escoria, los residuos del alma inferior, que embotan la mente y conducen a la distracción y finalmente a la negligencia. Eliminar la escoria, pues, para de tal forma lavar el alma superior y restituir nuestra relación con el espíritu. Ciertamente purificación por el fuego, por la aflicción, por el sufrimiento, que lleva a una clara conciencia del mundo y de nosotros mismos en nuestra relación individual con el misterio.





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